Jueves, 19 de Diciembre 2024

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Ejercicio para explicar un régimen

Por: Augusto Chacón

Ejercicio para explicar un régimen

Ejercicio para explicar un régimen

No existe un grupo, de cualquier índole, del que se afirme que lo que dialogan quienes lo conforman nunca se sabe, que todo se queda para su rumiar interno. Dicho en términos del diccionario político de expresiones y nociones que se actualiza cotidiana e informalmente: no existe un conjunto de personas sin filtraciones; un axioma que también define la citada obra fija la fatalidad del hecho: si no quieres que se sepa, no lo pienses. Lo siguiente es evaluar la calidad de lo filtrado. ¿Por cuál hueco se coló la información? El “hueco” ¿es uno, varios, tienen nombre? ¿Es confiable quien puso la olla debajo de la metafórica gotera para colectar los datos? ¿Es creíble aquello de lo que nos enteramos?

Preguntas para valorar una filtración y dar cierta dosis de rigor a lo que merced a una indiscreción (involuntaria o mal intencionada) alguien quiere hacer por pasar por buena. Es pertinente recurrir otra vez al inexistente diccionario, a la entrada “pasar por bueno(a)”: dícese de aquello que se desea convertir en verdad sin comprometerse a llamarlo verdadero. Aunque no es inusual prescindir de las preguntas y contentarse con una de las ideas explicadas en la ficticia obra de referencia “le viene bien a la historia”: argumento intelectualoide que libera de monsergas como el análisis histórico y de contexto, incluye los datos obtenidos para confirmar prejuicios y animadversiones o, en sentido opuesto, para apuntalar querencias y fidelidades.

Terminó la introducción, pasemos al problema, pero antes mantengamos la disciplina en los razonamientos, para “problema” el tal diccionario da dos precisiones: el que se arregla con dinero del presupuesto público no merece la categoría de problema, y el que sí lo es debe tomarse como constructo [palabreja apantallante, cargada de subjetividad] de los enemigos del régimen o del funcionario que quiera desentenderse del problema. En semanas recientes dos articulistas de los que en el periodismo clásico se calificaban “de fuste”, Carlos Loret de Mola y Raymundo Riva Palacio, narraron, a partir de filtraciones a las que tuvieron acceso, la actitud del presidente López Obrador en la previa de las “Mañaneras”, es decir, en la reunión diaria de seguridad. Frente el problema número uno del país: la inseguridad pública, lo que relataron alcanza para imaginar el talante del mandatario en esos cónclaves: indolente, ajeno, desganado. Como muestra sirve lo publicado por Riva Palacio el miércoles anterior: “Hace unas semanas, en una reunión con sus colaboradores, [el presidente] mostró su desinterés por el tema con otra de sus ocurrencias. ¿Por qué no contratan a un asesor que les diga cómo reducir la violencia?, preguntó.”  (Véase, líneas arriba, la definición de “problema”).

¿A cuál historia le viene bien lo que Loret y Riva Palacio delinearon? Primero, a la que cuentan las cifras, las de la incidencia delictiva y las de la percepción de inseguridad: lo que ambos dejan traslucir -un presidente que no gobierna- coincide con la versión estadística del crimen (con todo y que ésta es mera aproximación a la pluralidad de violencias incuantificables) y también con lo que de corrillo en corrillo relatamos los mexicanos. Y en segundo lugar le viene bien a la historia que podríamos construir a partir de los girones del “modo personal” de gobernar que se desprende de sus textos, la manera “lopezobradorista”  de estar al timón del país. El fantaseado diccionario dicta para “imaginar”: acción mental de escape a la que recurren los pueblos que no han tenido suerte con la calidad de sus gobernantes y sus gobiernos:

Palacio Nacional, doce de la noche. Por lo alto de los patios se cuela la nocturna penumbra chilanga que difumina la figura del presidente que, cubierto por una bata y en pantuflas, camina cada noche del ala en la que mandó construir sus habitaciones, al santuario en el que murió Benito Juárez. Arrastra los pies, supone que si los despega del piso su tenue sombra podría desprenderse de los pasillos, de los muros. Los guardias tienen instrucciones de mantener sin cerrojo las puertas de los salones, por si el transformador trasnochado quiere meterse en alguno. El Palacio, sombrío y silente, impone, y a cualquiera que no hubiera soñado toda su vida con vivir en él, le causaría miedo. El presidente está seguro de que los personajes de los murales de Diego sonríen al verlo pasar; él escucha desde ellos sonidos que el pincel de Rivera no supo pintar: batallas, diálogos, ensueños en palabras sueltas del español y el náhuatl, rencores y gozos guturales acompasan el andar del mandatario. Visita el antiguo Recinto Parlamentario, rinde tributo al gorro frigio que lo adorna y aún no sabe qué actitud tomar debajo del Ojo de la Sabiduría que remata el techo ¿serán masones los que descarrilan su gobierno? Al llegar ante las estancias que ocuparon Juárez y su familia, se detiene y practica un ritual simplísimo: suspira, sonríe y se dice a sí mismo: estoy a un paso de donde el gran Juárez pensó, leyó, fue feliz y soltó el último aliento. Ya dentro, cierra la puerta. Al salir, la luz es diferente; en dos horas comenzará la junta en la que lo enteran de las miserias de la inseguridad; todos los días está obligado a enfrascarse en cosas tan sangrientas como las que rodearon al Benemérito, sólo que las que a él le tocan no tienen el lustre del heroísmo y tampoco las discute con gente moral e intelectualmente equiparable a la que acompañaba al oaxaqueño. Ni modo. Sabe que cada jornada resistirá lo que sea con tal de que den las doce de la noche para, ligero y casi invisible, sentirse dueño del Palacio y parte de las historias que contiene. Qué mejor que un rato en conversación con Juárez, lo compensa todo.

agustino20@gmail.com

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