La palabra más usada para describir lo que está sucediendo en Acapulco tras el devastador huracán “Otis” es caos. Una palabra, por cierto, muy desgastada, pues a fuerza de usarla como metáfora barata terminó perdiendo su sentido. Nada tiene que ver el tráfico de viernes por la tarde en una avenida principal con lo que está sucediendo en Acapulco, y sin embargo a las dos situaciones les llamamos caos. Más allá de que lo usemos como sinónimo de confusión y desorden, el caos tiene que ver con un comportamiento errático e impredecible de los sistemas que determinaban el orden preestablecido. Así, el que los pobladores saqueen tiendas en busca de comida o de reponer sus enseres domésticos sin respetar regla o ley alguna; el que se roben la gasolina de los autos estacionados; el que los vecinos se organicen para patrullar las colonias con sistemas de autodefensa armados con pistolas y machetes e impongan un toque de queda, etcétera, sí pueden considerarse comportamientos que rompen el orden establecido. El nuevo orden, que esperamos sea temporal, es la respuesta espontánea de la sociedad ante la falta de acción de unas autoridades, municipales, estatales y federales absolutamente rebasadas. La capacidad de respuesta de un Gobierno se mide en situaciones límite. Acapulco ha sido una prueba de fuego para el modelo de Estado que proponen López Obrador y la llamada Cuarta Transformación. En este modelo no cabe la sociedad civil y la capacidad de respuesta del Estado se reduce a lo que hagan o dejen de hacer la Fuerzas Armadas. El resto de las instituciones, estatales y federales, están ahogadas por la inanición presupuestal y por la incapacidad de tomar decisiones. La respuesta del Estado mexicano está determinada por lo que haga o deje de hacer el Presidente.Al igual que en el terremoto de 1985, en Acapulco el Estado quedó rebasado, aunque con enormes diferencias. Para suerte del Gobierno obradorista no se trata de la capital de la República, aunque sí es una ciudad grande, significativa y con reconocimiento internacional. En esta ocasión la sociedad civil no respondió de forma organizada y ejemplar, como en el terremoto, sino de manera bruta y caótica. Si bien, pues, podemos encontrar similitudes en el pasmo de dos gobiernos desmantelados por razones políticas e ideológicas distintas, las diferencias en la reacción de la sociedad es una radiografía, nada agradable, de la derrota cultural del Estado de derecho y el triunfo de los sistemas del Estado paralelo.Ni el pueblo bueno es tan bueno como dice López Obrador, ni la sociedad civil idealizada como motor de la democracia salió a relucir en esta emergencia. El vacío de poder se ocupa y en Acapulco lo que hemos visto emerger tras la tragedia es una sociedad llena de rabia, con formas de organización que no pasan por los cánones prestablecidos. No, Acapulco no es el inicio de la derrota electoral de López Obrador, como muchos auguran o desean, es sólo la constatación de un sistema político y social roto desde la base.