En memoria de las víctimas del 22 de abrilAquel miércoles 22 de abril amaneció templado. No duró mucho el fresco; a las diez de la mañana la temperatura aumentaba por minutos. Algunos bomberos seguían al pendiente de las alcantarillas en el barrio de Analco, el resto -técnicos, periodistas, funcionarios- habíamos bajado la guardia. Todos estábamos en otra cosa; los gases, en lo suyo. En lo profundo del colector que surca el oriente de Guadalajara miles de litros de gasolina atorados en el sifón recién construido en la Calzada Independencia y Juárez comenzaron a expandirse con el calor de la mañana hasta saturar el ducto. A las 10:09 la ciudad se cimbró. El eco de la primera explosión se escuchó varios kilómetros a la redonda. Inmediatamente después vino otra y otra. Fue una cadena de diez estallidos que venían desde el centro de la tierra a lo largo de 13 kilómetros, desde Analco hasta la Nogalera en la salida a Chapala. Las explosiones lanzaron por los aires casas, autos, personas que volvieron a caer segundos después como escombros, chatarras, y muertes. Poco antes de las 11:00 regresé al punto donde la tarde anterior habíamos platicado con los técnicos de Pemex. Cientos de personas cubiertas de polvo huían en estampida por la avenida Revolución. La calle Gante era una enorme zanja grisácea donde, desesperados, los vecinos excavaban a uña en busca de sus familiares. No había gritos ni reclamos, solo un silencio de estupor y muerte. El aire, denso de polvos que flotaban como una bruma, estaba impregnado de olores a gasolina y aguas negras.En minutos, el estupor inicial se convirtió en solidaridad. Los tapatíos -más de seis mil según las cuentas de aquellos días- se volcaron a remover escombros. Otros tantos a atender heridos, llevar víveres, adaptar albergues. Las autoridades locales, incrédulas ante lo sucedido, trastabillaban y repetían las frases de cajón. El gobierno federal planeaba cómo cubrir a Pemex y aprovechar políticamente la tragedia.Llegó el ocaso de una tarde que parecía eterna y con él el presidente Salinas cargado de promesas, amenazas y parafernalia. La falta de luz hacía más compleja la búsqueda de sobrevivientes entre los escombros, la atención de los heridos, pero el día estaba lejos de terminar: apenas comenzaba un largo día que duró semanas y con él las acusaciones, las amenazas, los reacomodos políticos, la organización de la sociedad civil. Aquella noche nadie -ni los vecinos, ni los socorristas, ni los voluntarios, ni los periodistas, ni los funcionarios, ni los políticos- descansó. Ningún tapatío durmió: literalmente, no sabíamos dónde estábamos parados.diego.petersen@informador.com.mx