Martes, 26 de Noviembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Examen del muérdago: para ser tan mortífera, es una planta más bien delicada. Es el azote más temido de la flora tapatía y de muchos otros lugares. Su estrategia es tan genial como sencilla: deposita sus semillas en los pájaros, y éstos, con sus heces, las distribuyen liberalmente. Así que el muérdago es un absoluto asesino contra el que existen pocas defensas. En lo que el distraído espectador del jardín se da cuenta, ya colonizaron la llamarada de la pérgola y ese odiado verdecito cunde a sus anchas. El remedio es meticuloso y cansado: es preciso llegar al codo de nacimiento que sobre una articulación de la planta huésped estableció el parásito invasor. Extirpar las plantas una por una. Total, a cambio de los miles de árboles que sucumbieron a la plaga, he aquí una llamarada victoriosa.

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La sombra del zopilote. Así se llama una espléndida pieza de Gonzalo Lebrija: un plato de cerámica de José Noe Suro y la silueta del pájaro maldito. Y un letrero de una muy precisa tipografía: la sombra del zopilote. Pues resulta que arriba de las piedras donde los dos platos miran al cielo aparecen, muy pequeños todavía, dos zopilotes que se recortan exactos contra el cielo tan azul de este diciembre de la peste universal. Y allá arriba giran, y pronto son acompañados de un tercer pajarraco. Sus giros tan exactos tienen, ahora es claro, como preciso centro, este lugar donde los zopilotes de cerámica se encuentran. Rayando el firmamento los vuelos cada vez son más bajos. Todo hace pensar que hay un cadáver en la inmediata proximidad. 

O que los cuerpos de un hombre y una mujer que aquí toman el sol son identificados por los zopilotes como su siguiente presa: y los pájaros (ah Hitchock) vuelan cada vez más cercas. Mejor moverse, piensan los asoleados con una risa más bien nerviosa. Y sí, los zopilotes retiran su asedio, sus círculos son cada vez más altos. Hasta que desaparecen en el aire liviano. No era aquí el lugar de la muerte, diría Álvaro Mutis.

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El Rey en su trono, por el momento, dormita plácidamente. El cetro resbaló de su mano y yace ahora sobre el mosaico de la terraza. Hace días que su majestad desterró la navaja del peluquero, las galas de su sastre, el calzado de su zapatero. Su trono es original y drástico: una desvencijada silla de ruedas que no se comprende cómo todavía funciona. Cinco o siete moscas son en este momento sus cortesanos atentos e insolentes. Despunta la mañana y la terraza, la sala del trono, se ilumina. Ahora su majestad ronca abiertamente, y se adivina que tuvo una noche más bien borrascosa. Huele, y no precisamente a jazmín. Su corte de los milagros comienza a activarse y aquí llega el príncipe de las muletas, la duquesa del cochecito de súper, seguida del malabarista manco y el maromero cojo, barones de todos los semáforos. Circula una botella de mal ron, y hasta entonces recuerda el rey. Hace entonces acuerdos, imparte órdenes a sus súbditos. Los manda a campear por sus respetos por diversos barrios de la ciudad, a recolectar tributos en los lugares más propicios y generosos. Algo comenta sobre Duchamp y se acuerda de una sonata de César Franck. Un lacayo insubordinado de repente aparece y algo dice sobre la falta de derechos que el rey, dueño de todo, tiene para mantener allí su audiencia. El rey continúa interperrito y con gesto distante manda al lacayo a molestar a su madre. Recoge el cetro, se endereza la corona y abandona las instalaciones, ahora malditas, con una altiva compostura. Pocos ahora pueden identificarlo, y casi nadie se inclina a su real paso. Sin embargo los niños no se equivocan. Desde su más hondo fuero interno saben que ese pordiosero baldado y asqueroso, ese príncipe de las miserias y los llantos, es el absoluto soberano, la justificación de toda esta ciudad extraviada. Avanza el rey, y los coches se abren, temerosos ante su paso. Las iglesias, al ritmo de la cadencia de las ruedas del trono, hacen inopinadamente repicar sus campanas.

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The wine not tested. Les Misérables. Hay una canción en la obra de teatro, debida a Anne Hathaway, que deja una persistente herida en la memoria. Dice algo como:

Hubo una vez en el que los hombres eran buenos/ cuando eran dulces sus voces/ y sus palabras hospitalarias/ Una vez hubo cuando amor era ciego/ y el mundo era una canción/ y era la canción conmovedora/ Hubo una vez// Entonces todo se fue al carajo// Soñé un sueño en tiempos idos/ cuando era alta la esperanza y la vida buena/ soñé que nunca moría amor/ y que Dios sería misericordioso/ Era entonces joven y temerario/ y los sueños se construían, se usaban y se dilapidaban/ no había rescate que pagar/ ni una canción no cantada, ningún vino sin escanciar// Pero los tigres vienen de noche/ con sus voces suaves como truenos/ mientras devastan tu esperanza/ mientras vuelven tu sueño una desgracia/ Una vez durmió conmigo un verano/ llenó mis días de inabarcable maravilla/ tomó mi infancia a su paso/ pero se fue cuando el otoño vino/ y todavía soñé que a mí volvía/ que viviríamos juntos los días/ Pero sueños hay que ser no pueden/ y hay tormentas sin ningún abrigo/ Un sueño tuve que haría mi vida/ tan distinta a este infierno donde habito/ tan distante ahora de lo que prometía/ La vida ha asesinado ahora al sueño/ que yo soñé.

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There ain’t no cure for love, canta ahora despacio Leonard Cohen.

jpalomar@informador.com.mx

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