Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Laureles de flor y la laguna al fondo. Una hilera de palmeras hace mucho tiempo dispuestas, cuando todo el lugar se volvió más blanco y dos pirámides aparecieron contra el cielo de la infancia. El ondulante manto de carrizos sigue su vuelo, y bajo él comparecen las muchachas de ayer, que o bien bailaban o bien entonces mandaban al infierno al osado preguntador. Ruleta chapalteca. Quien pasó por esos desfiladeros jamás habrá de olvidarlos. Nadie se fija, pero el trampolín del tanque tiene sesenta años en su lugar. Y son las mismas aguas las que, lascivas, supieron de la piel de las muchachas en flor. Junto a los laureles hay unos sauces hace mucho desaparecidos. Queda su olor sutil, su silueta cansina. Fue a su sombra que sucedió el milagro una tarde de fin de temporada, cuando por siempre los dados fueron tirados, y la niña cedió al asedio, cuando tal vez se abrió la puerta del misterio y la gracia. Veleros levitan en la rada, tripulaciones de fantasmas saludan a su paso. La terca memoria enumera los navíos que una cara mandó a navegar. El Costeño, el Capricho, el Yellow Submarine, la Manís, la Stella Maris, la Paloma, la Ilusión, el Bikini, la Lechuga, Ítaca, Sans Souci… una armada que se iba a enfrentar a todas las desventuras del mundo, que iba a sortear todos los cabos de Buena Esperanza y de Hornos, que cruzaría el ancho mar de los sargazos, que llevaría el ánima bajo la bandera de la torre abolida, a la merced de las disposiciones de una mano providente, y también, de un ciego destino.

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Poetas en el cielo. México. Medio siglo atrás y más. El coche de sitio en forma y estampa de cocodrilo surca las aguas alborotadas del Paseo de la Reforma. Una amable señora guía la expedición rumbo a un cine cuyo nombre es ahora impreciso. ¿Manacar, el del apelativo suntuoso? El coche huele poderosamente a vainilla, está impecable y tiene vestiduras de hule muy liso azul y blanco que hacen patinar a los niños en las vueltas. Por fin, la comitiva desembarca al borde del viejo Paseo del Emperador, se apresta a considerar la última invención del prodigioso Walt Disney. Llueve levemente y la memoria emborrona entonces la escena. Así pasó hace luego unos días cuando otra expedición arribó al mismo u otro cine sobre la reiterada avenida. Una película de Emilio Maillé, un largo documental llamado Poetas en el cielo. Su materia es el fuego, la pólvora, el humo, las luces y el estruendo. Si Dios es un pirómano, he aquí un homenaje. La cinta recorre varios lugares de elección entre la vasta geografía de la pirotecnia: Japón, Francia –la Camarga-, España, México… Pero no es simplemente enseñar los efectos de la antiquísima práctica: se trata de construir también lugares, personajes, técnicas. Paralelamente se van desenvolviendo los preparativos, van revelándose las gentes, acercándose las culminaciones de cada proceso. Al final, el ritual. Porque no otra cosa es este dispendio, estos excesos, este lujo de los sentidos que de tan exacerbado casi duele. El estruendo como celebración y catarsis, las luces como recordatorio de vidas fugaces pero que pueden quemarse en una centella de gloria, el olor mineral y estremecedor de la pólvora, el acre sabor de cada fogonazo, la mirada nublada por la humareda en donde la conciencia se extravía, se disuelve y se vuelve una con todos los presentes. Las imágenes logradas por las cámaras son absolutamente deslumbrantes, el sonido es fiel y –como cabe- estremecedor. Una película que sabe ampliar la vida y demostrar que de la profundidad del rito llegan cosas sagradas que están muy por arriba de los reclamos pequeñoburgueses al cura de la iglesia vecina que celebra al patrono de la parroquia, a la fiesta del pueblo o del barrio, a la muchacha que cumple quince años. Los tambores originarios, la llamada a la caza o a la batalla, la imploración al cielo por sus lluvias, la patente certeza de estar vivos. Los poetas, silenciosos y cumplidos, pulen sus herramientas, aprestan fuerzas: pronto seguirán escribiendo en el cielo. Hace mucho que una película mexicana no era tan conmovedora y maciza.

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Tintín. Pasan las décadas y los personajes de Hergé siguen alimentando la imaginación y el gusto de los niños, y también el de los que hace mucho dejaron de serlo. Una nota de prensa informa que, preguntado sobre qué libros salvaría de un incendio, el escritor Arturo Pérez-Reverte escogió, entre toda su biblioteca, su colección de Tintín. No cualquier edición, sino la de Editorial Juventud de los años sesenta con su olor incomparable. Fueron esos libros, en una fiesta tan lejana por la Avenida del Sur, los que salvaron del desastre a un niño tímido, quien, en medio del jolgorio hostil, pudo sentarse en un tronquito y abstraerse con toda felicidad en los dibujos encantados, en las tramas apasionantes y las aventuras de Rackham el Rojo.

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Mi chaqueta matinal. Tal es el bizarro nombre de una banda de Kentucky, del sur hondo de los Estados Unidos. My Morning Jacket es la agrupación que guía Jim Jones. Toca un rock a la vez progresivo y elemental, con guitarras de milagrería y ritmos casi tribales. Oscila entre la sutileza de ciertas composiciones y el brochazo populista afecto al Blue Grass. La voz del cantante cruza distintos registros, entona peculiares letras. En un momento dado, los guitarristas y el bajista se arriman contra la batería. A la bataca figura un gordo, un plantígrado de sorprendente habilidad. A los pies de los tambores, de espaldas al público, los de las cuerdas inician una conversación sonora, algo cercano a un sacrificio en el que el oso mechudo es el oficiante. Pasan largos minutos que quien oye todo eso quisiera que nunca acabaran. Preguntas y respuestas, contrapuntos, aullidos de deseo y gritos de combate: este es el rock que habrá de durar, el que enciende las venas, el que lleva su antorcha a través de los decenios y las generaciones. Mi chaqueta matinal puede ser con toda facilidad una jam band, llevada por sus improvisaciones y su desbordante talento. Crece su prestigio, infecta a quien la oye. Da ánimo, misterio y alegría.

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Cuernavaca extiende sus misteriosas barrancas, como los dedos de una mano, entre el desastrado tejido de sus calles confusas. Cuauhnáhuac, la del cónsul borracho, sigue ejerciendo su extraña fatalidad, sus encantos levemente venenosos. Al borde de una profunda hondonada crecen dos zalates: tal vez serán los mismos que en Puerto Callao ejercieron su poderío para conjurar toda vulgaridad, para acoger toda belleza. A saber.


jpalomar@informador.com.mx

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