Martes, 08 de Octubre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Emanaciones de calor suben de los pavimentos ardientes. El trayecto del sol marca exactamente el trazado de las calles que -como diría Borges- ahondan el poniente. Las bandas de sombra, adelgazadas, se arriman al refugio de los muros, se acogen al amparo de las arboledas que esperan el cambio de temporada. Sobre la avenida interminable la congestión se extiende hasta donde la vista da, y más allá, al fin el campo va estableciendo su dominio. El jardín paciente espera al final del camino, y sus penumbras antiguas son ahora el oasis que hace avanzar las caravanas. Una invisible línea, imbatible, junta el portal con la huerta cercana, con la ribera del río incesante. Por encima de techumbres y muros de fortuna la vista abraza los cañaverales sin término. A ratos, los volcanes conceden a quien los busca el augusto perfil de sus cumbres.

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Por mientras, el otro jardín resiste con benevolencia el embate de las jóvenes ansias. Las plantas enderezan su estampa con mansa bravura. El viejo jardinero mira, entiende, sigue con sus trabajos invariables. Dos guayabos se asoman para atestiguar lo que el tiempo trae. Pájaros peregrinos dejan sus cantos innumerables prendidos en las frondas de la enredadera más roja. Al son de sus canciones parece acordarse el orden minucioso que va tejiendo los días de un jardín en el discreto esplendor de las épocas de sequía. Una leve vibración en la superficie del agua de la pila completa el relato de la estación. La luz avanza y prolonga su resplandor al fondo de las tardes que llegan ahora más lejos.

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Quedan, de tanto fuego y tanta llama, algunos dibujos sobre el muro. Son los testigos de intentos y comienzos, de apuestas que luego se extenderían en los años. Geometrías rigurosas, vuelos entrelazados de la imaginación en ascuas. Luego viene la lenta reflexión, el recuento de aciertos y yerros, la alegría de las certidumbres duraderas. Una casa, por ejemplo, cuyos muros profundizaron sus huellas hasta dar con un suelo propicio, cuyos trazos son la cuenta de los días por venir.

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Margueritte Yourcenar, en una carta a Jeanne Carayon, citada por Martín Casillas:

“Me atreveré a decirle que no pienso tanto en la vejez. Nunca creí que la edad fuera un criterio. No me sentía particularmente joven hace cincuenta años (cuando tenía veinte, me gustaba mucho la compañía de gente mayor) y no me siento vieja hoy. Mi edad cambia y siempre ha cambiado de hora en hora. En los momentos de cansancio tengo diez siglos; en los momentos de trabajo, cuarenta años; en el jardín, con el perro, tengo la impresión de tener cuatro años.”

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Days of open hand. Va para veinte años de aparecido, y este álbum de Suzanne Vega regresa algunas veces a la memoria. Una voz cuya vibración perdura, acentos intransferibles, una atmósfera que guarda intacta la huella del tiempo que ha pasado. Días de la mano abierta: la que recoge el aire de los días, la que entrega en estas cuantas canciones un recuerdo difuso, y misteriosamente nítido, que alcanza hasta el presente. Cada quien trasporta en el ánima las músicas que lo conmovieron, las armonías que acompañaron, y acompañan, el camino que ahora sigue.

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Nuestra Señora de París en llamas. Siglos que vieron su duración, la flama constante de su altura augusta, llegan a estos días aciagos. Fueron otras llamas las que ahora trajeron el estrago, las que hicieron temer por su presencia misma. Manos afanosas, plegarias y voluntades, supieron parar el daño. Queda ahora la pregunta abierta sobre la mejor manera de restañar las heridas, de devolverle a la catedral su esplendorosa integridad. Es una cuestión que atraviesa los siglos, que pone en la balanza la historia y la invención. Pueda ahora encontrarse la clave, el espíritu que sepa anudar la centenaria piedad con las nuevas intervenciones. Notre Dame, de cualquier manera, habrá de perdurar. Navío del fervor y la gracia, en la ciudad que podrá fluctuar, pero nunca hundirse. Bajo su amparo los nuevos constructores, hermanados a través de las centurias con las generaciones que levantaron su fábrica, encontrarán las respuestas, y la catedral renovará así su pacto con los días por venir.

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De la batea de las postales. Una es un escorzo ceñido de una arquería mozárabe en Teruel. Ocho siglos hace que dura, que el trazo justo de los alarifes cumple su designio. Cada ladrillo llena su cometido, cada pieza es la respuesta precisa a los requerimientos de un lugar en la tensa geometría. Las ojivas entrelazadas se desplantan sobre sobrios capiteles a los que alegran sabios relieves de encantadora ingenuidad, de justa sencillez. Ojos que consideraron tales obras emigrarían luego a nuevas tierras, llevarían la simiente de ese orden más allá de los océanos. Quizá con las mismas, u otras formas, siguieron levantando arquitecturas, alzando recintos para albergar otros destinos. Luego, la vuelta de quien esos recintos ahora habita, el encuentro, a través del torrente de los tiempos, con una lejana mirada, ahora revivida, que guiará sin duda los afanes futuros.

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Surca el aire el barco con sus velas de colores. Del mar adriático se percibe ahora un leve viento, el aliento salino que guía las trayectorias del navío liviano. Ahora, contra el verdor de la pérgola, la imaginaria navegación continúa y un azul inédito despliega sus favores. Recuerdos, claves de viajes que fueron, vuelos que vendrán.

jpalomar@informador.com.mx

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