Viernes, 20 de Septiembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Cantan los pájaros en su reunión matutina. El jardín presta atención y según los trinos va ordenando sus floraciones cuaresmales. Bajo la pérgola, tres compañeros de armas sacan cuentas de las edades, y el viejo jardinero imparte sus estoicas lecciones que le han servido para llegar, con todas las banderas desplegadas, al filo de su novena década. Sigue después con sus refinadas técnicas de riego; el otro contertulio se va a seguir pastoreando a los niños por las calles calurosas del estío. El tercero se queda, toma apuntes, prepara una cuidadosa mezcla de Pulp con Arvo Pärt para el correr del día. Rayos invisibles cruzan el cielo, los relámpagos de la desdicha se conjuran al filo de ciertas notas, de un preciso tono en una voz distante.

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El algoritmo tiene la astucia de un cangrejo. Al principio parece seguir un curso determinado por una marea del ánima. Luego brinca, simple mecanismo cibernético de inducción musical, rumbo a regiones de parecido clima, a composiciones que el algoritmo supone afines con los gustos de quien oye. Discurre así por un rato, y hay que vigilarlo. Al poco andar, reincide en el fácil terreno de lo anteriormente visitado, y cree conducir al algoritmado rumbo a la costumbre que eventualmente llevará a su último propósito: el consumo y la adicción. Pero es cuestión de dejar correr la afortunadamente corta inteligencia del algoritmo. Así, llevará de Igor Stravinsky a Schumann y Brahms, de allí a Dire Straits y Peter Frampton, a Pink Floyd y David Gilmour, a los Beatles a James a Bowie y, muy inopinadamente, a Percy Faith, The Corrs, y luego la Sonora Santanera y Rosalía; sigue un interludio con Juan Gabriel y Ana Gabriel antes del extravío total en un mix de baladas bublegum. Basta, es suficiente de estudiar la técnica del algoritmo, entre cuyos principios está aumentar la cantidad de tiempo transcurrido transmitiendo anuncios. Esa es la lectura que un bicho cibernético hace de un oyente cualquiera: es su caricatura, o tal vez su retrato más recóndito. La pregunta es si el algoritmo será capaz de convertir a su presa en lo que desea, o si quien pasa podrá eludir las arteras mañas del cangrejo. Metáfora para los tiempos que corren.

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Corría el año de 1959 en una estribación de la sierra cercana a Juchitlán. Ya de este pueblo célebre en la infancia habían salido Felícitas Tovar y Rentería y Mercedes López Olmedo. Pero allí quedaban, en una ranchería que se llamaba Los Corrales, unos muchachitos que jugaban en la cascada, se bañaban con la inocencia y el júbilo del primer día en el río cristalino, corrían por las lomas doradas de las secas. Las noches eran estrelladas hasta el delirio: no existía para ellos la luz eléctrica. Apenas un radio de baterías aparecido de cuando en vez les daba noticia del mundo exterior: quizás las graves voces de los locutores de la W, las canciones rancheras de Jorge Negrete… La cocina de leña y sus alimentos esenciales, los pasos cumplidos, la felicidad sin nubes que la menguaran.

Un día de ese año preciso algo pasó. Los niños fueron despertados a media noche, algunas cosas rápidamente reunidas. Antes de darse cuenta estaban subidos en una camioneta rumbo a una Guadalajara que jamás habían conocido. El niño de siete años ve pasar ante sus ojos, de improviso, el tránsito que a millones de hombres habría de conducir del campo originario a la ciudad. Ya las luces de las afueras, en la insólita madrugada, los reciben con su indiferencia. Viene entonces el  aprendizaje de una ciudad todavía en las vísperas -1959- de perder y trastocar su genio y su figura. Ciudad matinal con los reclamos del lechero, perros callejeros y cenzontles, camiones nostálgicos envueltos en su humareda. En el radio, obsesivamente, tocaban Tema de un lugar de verano, de Billy Vaughn. Jugaban en el estadio el Oro y el Nacional. Las heridas todavía frescas de los trastornos modernos en el centro los azoraban. Y luego corrieron los años.

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Historias del Adarve. Hacia 1984 debe haber sido el concurso de arquitecturas. Como un huracán llegaron las ansias de hacerlo todo, de decirlo todo. Estancias umbrías y tapancos, bóvedas de cañón y sus lunetos, modernos fogones, corredores floridos, escaleras varias y pérgolas de carrizos, torres y miradores, un cierro arduo e indeleble dando a la calle, cortinas flotando al viento, ónices y rejas, un gran tragaluz en forma de chapitel y sus luces trashumantes, una pila que se ahondaba en el muro, una fuente atrás con un cántaro como en el espejo… La invención fue, por otra vez, la triunfadora. Siguió una batalla encarnizada para que la construcción fuera lo soñado y lo puesto en planos innumerables dibujados con los lápices fieles. Total, allí quedo levantado el Adarve. Treinta y cinco años después es revisitado. Un fotógrafo japonés y su gentil amiga algo querían con el cierro. Preguntan tímidamente si es posible visitar la casa. Con larga educación los dueños acceden. Sin más saber, una jaula de canarios colgada en el jazmín -tan  crecido- del patio anuncia que allí todo sigue triunfando. La casa resiste con bravura la erosión del tiempo, la usura artera de las estaciones. Manos albañilas cumplieron honradamente sus trabajos. La gran estancia sigue dorando su techumbre de vigas de madera con el ónix del recuerdo. Los ladrillos del patio se enlaman en los rincones exactos y la escalera magenta da paso a todo el cielo. Es todavía muy posible acordarse cómo de un croquis titubeante se logró llegar al grito de desafío de las torres afiladas que aquí perviven. Del preciso Juchitlán, de los ríos cristalinos y las noches estrelladas, son desde hace décadas los habitantes. Queda la esperanza de que ese patio tranquilo y sus quietas floraciones hagan justicia al distante reino infantil, a la felicidad perdida en las marejadas de la vida y, ardientemente, deseada para los moradores que ahora hacen honor a las arquitecturas juveniles. El bien, quisimos el bien…

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De otras caídas. Vuelve a ser la misma la instantánea conciencia que dura lo que la gravedad hace su fatal trabajo. ¿Cómo consigue la mente, en esos milifragmentos se segundo acordarse, traer tanta cosa? Albert Camus desde las páginas de La chute, la conciencia de la torpeza que da la edad, el cálculo de las consecuencias del madrazo, las posibilidades de aminorarlas, el último significado de ese azotón… Y luego el encuentro con la tierra, los moretes, la íntima constatación de la universal fragilidad de lo que vive: la lección aprendida. Y levantarse. Pedro Castellanos Lambley, como el Cid, sigue ganando sus batallas, trazos enjundiosos quieren fijar su magia moruna y tapatía…

jpalomar@informador.com.mx

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