Atmosféricas. Tipontate afila sus espejeos bajo el mediodía de la temprana cuaresma. El polvo sigue sabiendo a siglos, y en la ermita de la esquina siempre amanecen flores frescas para la guadalupana. Quedan dos, tres, palmeras por morirse: el mayate ha sido inmisericorde. Los grandes fustes son ahora como señas miliares para el paso de los pájaros. Gira la veleta, apunta el año. Su chirrido va diciendo: soñar es saber. Un fondo de botella de licor rojizo, el tequila, dos amigos, mucho humo. Y regresar. Hará dos temporadas que una invisible campamocha depositó sobre el cántaro de bóveda de la mesa su nido. Fue observado por semanas, hasta que milagrosamente nacieron veintenas de campamochitas que desaparecieron igual de misteriosamente que su madre. Un par de estíos más tarde vuelve a estar allí el nidal, sin que nadie lo haya visto llegar. El caparazón es todavía tierno, de un ámbar fínísimo. Maduran allí ahora más veintenas de campamochas que en un tiempo habrán de ver la luz. Será sin duda su madre alguna de las criaturas que aquí tuvieron su origen y que, con la ignota memoria de sus millones de años, volvió a su querencia. La pérgola, azorada, mira el óvalo del milagro. Ah, mantis religiosa, salve.**Canciones del triángulo:Dónde crees que vas le dijo el bufón al bandido, le dijo el corredor de la navaja a la princesa. Dire Straits con Mark Knopfler, una de las bandas de rock más finas de todos los tiempos. Un lejano -e inmediato- álbum: Communiqué. Una espléndida pasta azul con un dibujo, tal vez al pastel, hecho en la superficie de un sobre. Comunicado: ground control to major kowalski.Dónde crees que vasNo sabes que afuera está oscuroDónde crees que vasQué mi orgullo no te importaDónde crees que vasCreo que ni lo sabesNi tienes modo de saberloNo existe ningún lugar al que puedas irEntiendo tus virajesMuy antes de que llegues a la puertaSé dónde crees que vasSé por lo que vinisteY ya estoy harto de tus juegosSé que me gustas más en libertadDónde crees que vasCreo que mejor vete conmigo muchachaDices que no hay razónPero es hora de que no me creesSi no estás conmigo muchachaEstarás entonces sin miDónde crees que vas**Diatriba: fumando en la noche, discurren las asociaciones en la gimnopedia de la penumbra. Antes del nicotinazismo, haber tenido la dicha de vivir en París, con la neblina interna de los cafés que a cada uno volvía un lugar encantado, con el lóbrego metro que tenía para sus náufragos aunque sea las caladas de un gitane, con los halls de la Sorbona que azuleaban con el vaho de los cigarros de maestros y alumnos, brevemente hermanados por un aire denso, pero transfigurado. Un señor que ya no está que fumó toda su vida puros, pipas y cigarros y que se murió de viejo seis años antes de alcanzar el siglo de su edad. Su amable mujer tuvo el tino, el sentido común y la misericordia de dejarlo en paz con sus fumarolas. Ella también se murió provecta de algo que nada tenía que ver con los tan supuestos “fumadores pasivos” (existe en la ciudad un muy prominente y macetón galeno que dice que tal fenómeno está altamente exagerado). Y el jardín de las infancias olía a misterio y a una extrañeza clara y hospitalaria mientras el señor, parsimonioso y constante, componía magníficas láminas de recortes en sus librotes: y eran los puros de Veracruz, los de La Prueba, que ardían a lo largo de mañanas enteras. Cabe decir que además sabían abrir el hambre calmada sólo por las tortillas recién torteadas por doña Josefa. En otra casa con el triple uno como divisa otro señor que ya no está fumaba sin cesar su vida entera, leyendo novelas de Maigret o de Agatha Christie. De vez en cuando abría el mueble de cedro que le servía de cantina y servía un coñac cuyo color jamás se ha vuelto a repetir. Mozart sonaba, muy quedito, y el señor, envuelto en precisas volutas, vivía muy contento. Tampoco su mujer lo fastidió nunca, y se fue a morir años después de muy otra cosa. Ninguno de los dos personajes vivió para ver el fatal imperio del nocotinazismo que ahora prevalece, obligando a los adictos de la voluta a ser considerados lacras, amenazas, enfermos y truhanes sin remisión. Obligados a arrinconarse, a salir a la intemperie, a abandonar toda instalación, a pedir perdón por ser quienes son (son del humo), a implorar un rinconcito infecto en los aeropuertos. La asepsia imperante hace que una señora majadera regañe en la calle a un pacífico fumador por contaminar con su cigarrito el aire, mientras en las narices de la mujer desfilan los cientos de coches que, ellos sí, emponzoñan sin remedio la atmósfera circundante. Pero no hay mejor manjar para los fariseos nicotinazis que despreciar a los ruines viciosos que simplemente tratan de negociar con sus vidas tras un protector y fútil telón de humo. Voici le temps des assassins, dijo Rimbaud. La única e íntima venganza de los candidatos a la enfisema y el cáncer terminal es abrir lentamente otro paquete, extraer el cigarro, encenderlo, arder con él una y mil veces. Y mirar, bajo las ramas de los árboles, como se alza, instantáneo, su imperio imbatible de puro humo. (Continuación en www.informador.mx)jpalomar@informador.com.mx