Viernes, 22 de Noviembre 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Afinadas las estrategias, el jardín verdea y resiste contra las secas. El maestro jardinero sonríe, distante, y aprueba los resultados de un riego astuto, de un horario ajustado, de sus largas cavilaciones sobre la duración -siempre fugaz- de todo lo que alienta. El jazmín, sin embargo, fiel a su anual ejercicio de despojamiento, reduce sus contingentes y sin miramientos espera las aguas. Un par de lluvias tornadizas levantaron los viejos olores que son todavía un distante recado del verano. Prosiguen las azarosas investigaciones en el sur citadino. Al reiterado paso del biciclo se va abriendo una profusa complejidad, un estruendo insensato de las prisas, las señales de apacibles barrios que continúan sus designios.

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Cabe ahora, medio siglo después, acordarse del estremecimiento que para un muchacho que alcanzaba apenas los umbrales de la adolescencia significó el Mayo del 68 en París. Un como viento electrizado se levantaba en aquel año: una corriente vital que alcanzaría distintos países y ciudades, una ineluctable señal de los tiempos. Algo emergía, algo muy hondo cambiaba. Las nociones eran confusas, los mensajes parecían cruzarse. Desde una ciudad mexicana de provincias, sin embargo, vagamente la época se comprendía. Una nueva conciencia de la interconexión del mundo, del intercambio de ánimos, marcaba una era distinta bajo el signo de una común rebeldía ante un orden que cedía bajo su propio peso, bajo las muy otras expectativas de quienes abordaban la realidad desde el ímpetu de sus veinte años. Quedan, indelebles e incombustibles, algunas inscripciones en los muros de París que tal vez sean la mejor expresión de esa ánima de los tiempos que pasó como un huracán sobre el final de una lejana infancia. Que la cambió por siempre.

La primera es un trazo de genio que convoca a toda el ansia de encontrar el camino para una vida distinta, más plena, mejor. Una utopía de cinco palabras que encuentra ecos que se van rebotando historia adentro, que se enraízan en las más nobles rebeldías que los aluviones del tiempo guardan y que misteriosamente imantan el transcurso humano. Cinco palabras, una entera utopía: Seamos realistas, exijamos lo imposible. Nada menos que la consciente búsqueda del deseo profundo como única salida ante una vida y un sistema agotados. Y una alquimia de la voluntad: lo imposible trocado en verdadera posibilidad materializada en la inédita lucidez de una generación.

La segunda inscripción es menos estentórea, no menos subversiva. Su calado se iría denotando a través de las sucesivas décadas en las que la conciencia ambiental ha crecido globalmente ante los angustiosos desarreglos terrenales: Debajo del pavimento está la playa… Imposible no evocar a las bandas de muchachos en revuelta arrancando los adoquines del pavimento para usarlos como ingenuos proyectiles contra el estatus quo y la férrea represión. Y descubriendo así que a través de ese inicial desmontaje de su marco existencial y urbano se revelaba, esquemáticamente, la primigenia cualidad del territorio antes de ser cubierto por una implacable civilización del hierro y el concreto: la playa.

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Es un dibujo a la pluma del maestro absoluto del trazo en las últimas décadas del siglo pasado. Líneas nerviosas, urgentes, exactas: un hombre de avanzada edad se yergue sobre un peñasco. No se alcanza a ver más que un escorzo de una cara angulosa, expectante. El viento se rebela en el vuelo de las vestiduras. Con un brazo, el vigía sostiene una larga vara nudosa que hace tremolar un estandarte: no existe así duda de su creencia y bandería. Aguanta a pie firme, escruta lo que vendrá, y bien que sabe lo que defiende. No es a sí mismo lo que únicamente guarda: es el adelantado, es quien tiene la misión de avistar y distinguir, de entregar a la tribu las señales que pueden determinar su destino. Junto con él, una invisible muchedumbre se acoge a sus visiones, un gentío siempre en marcha que sabe que en su caminar reside la única esperanza de la salvación, del mañana. Para mayor explicación Alfonso de Lara Gallardo, desde su sereno mirador de la barranca de Oblatos, transcribe, en honor y homenaje de un señor que ya no está, que atravesaba sus últimos meses sobre la Tierra, un fragmento de Isaías: “Sobre la atalaya, mi Señor, estoy firme a lo largo del día y en mi puesto de guardia estoy firme noches enteras.”

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Los trabajos de la calle avanzan. Es uno de los más antiguos trazos que marcaron este confín del mundo. Cinco siglos harán pronto de cuando una ciudad en ciernes por aquí encontraba su camino al septentrión indómito, al cercano poblado de pacíficos indios que luego prosperó bajo la advocación del arcángel San Miguel. Rodaron los años y la humilde calle fue luego transformada en un voraz conducto donde el ruido y el humo establecieron su dominio. Ahora, la gente vuelve a adueñarse de lo que por decenios le fue hostil, extraño. Una avanzada de árboles, bancas y asientos, lámparas propicias y juegos para los niños, las fuentes indispensables. Todo en curso, aún provisional, asentándose lentamente en el vilo de los días. Pero ya son siete, ocho, jugadores los que alrededor de unas de las primeras mesas se reúnen. El ajedrez cumple su milenario cometido: establece sus escaques sobre los que la batalla del mundo se resuelve en reflexión y medidos movimientos. Cada jugador sabe así del riesgo y la aventura, de la buena fortuna de cierta estrategia, de la paciente defensa o el ataque fulgurante. No son jóvenes los contendientes, y sin embargo, mientras saltan los caballos o acometen las torres potentes, extraen de la tarde sus más íntimas esencias, y la bendita luz que los alumbra alarga misteriosamente el contento de sus vidas. A la mañana siguiente los trabajos se reanudan. Pero los jugadores, uno tras otro, regresarán a su solaz y su consuelo. Y esto justifica todos los empeños.

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Vuelve otra versión, que siempre es una adivinación, de la primera estrofa de una de esas canciones que por tantos lados terminan por regresar, por asaltar el ánima: El amor habrá de devastarnos, de Joy Division:

Cuando la rutina muerde despiadada
Y los anhelos yacen inermes
Y el reconcomio se levanta
Pero la emoción no ha de crecer
Y tornamos nuestros caminos
Tomando distintas rutas
Entonces el amor, el amor nos devastará otra vez
El amor, el amor nos devastará otra vez.

DR

Tapatío

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