El martes sufrí un episodio de estrés al volante en donde te pasa todo lo que en teoría no debe pasar. Andaba a mediodía por la Calzada Independencia y tenía que llegar a la zona de Belenes por Zapopan en máximo 40 minutos para una entrevista, pero el google maps me marcaba 50 minutos de traslado. Intenté cortar camino por una callecita y una obra de repavimentación me obligó a dar doble rodeo (5 minutos más a la cuenta). Mientras tanto, pensaba en las decenas de pendientes del día y la semana al ritmo de los cláxones, la irritante lentitud de Avenida Juárez, el reporte a gritos del tráfico en la radio y los mensajes de WhatsApp. Según el manualito, hay cuatro situaciones que, combinadas con el volante, agravan el estrés: los cambios bruscos o imprevistos, la sobrecarga de trabajo, la autoexigencia y la estimulación ambiental excesiva. Creo que más de uno se identifica con este “cuadro de estrés típico” porque lo vivimos a diario. Y lo malo, también según el manualito, es que uno se acostumbra a todo menos al tráfico. No conozco a ninguna madre de familia que tras 255 embotellamientos matutinos en Avenida López Mateos, diga: “Prueba superada, ya no siento nada”. Entre los muchos males del auto, uno de los más odiosos es lo que provoca en una ciudad como Guadalajara con 73 vehículos por cada 100 habitantes: estrés y más estrés. El cual se manifiesta en forma de impaciencia, impulsividad, irritabilidad, ansiedad, dolor de cabeza, monotonía, migraña, indigestión, úlceras, trastornos del sueño y mayor riesgo de enfermedades infecciosas porque el estrés debilita tu sistema inmune. Un artículo académico, de esos que se escriben para que nadie los lea, describe de una forma elegante y casi divertida el acto de manejar: “La tarea de dominar un vehículo frente a un conjunto de factores de riesgo que aparecen y desaparecen instantáneamente en cada metro recorrido, requiere de condiciones psicofísicas afinadas por parte de los conductores para que minimicen el margen de error”. Si a todo esto le añadimos el toque tapatío del “tráfico ahogado” con una Policía Vial ausente, récord de manifestaciones este año, obras públicas y desarrollos verticales que se apropian de un carril, logramos sin problema el sello con denominación de origen. ¿Y a qué viene todo esto? Hoy conmemoramos el Día Mundial Sin Auto, un festejo descafeinado a comparación de hace una década. Antes emocionaba, había debate, protestas simbólicas desde la sociedad civil y competencias de traslados intermodales, bici, moto y auto, que a fuerza de repetitivas se volvieron anodinas. Hoy el festejo consiste sólo en algunas charlas somnolientas sobre movilidad impartidas por ex activistas (hoy altos funcionarios con sueldazo), secretarios transexenales esquivos y la presencia apenas simbólica de la sociedad civil. En estos días, Andrés Manuel López Obrador anunció que regularizará los “autos chocolate” en Jalisco y Enrique Alfaro sugirió un segundo piso para López Mateos, algo así como la “Vía Exprés” rediviva. El auto sigue siendo el rey. Lo que sorprende no es que seamos más de 4 millones de automotores en Jalisco (cuando hace una década había apenas un millón) sino que cada vez más personas nos movamos en auto particular sin saturar las clínicas de salud mental. ¿Triunfo, milagro o resignación?