Domingo 6 de octubre de 2019. Plaza de Toros Nuevo Progreso. Quinta novillada de la temporada. Escribo con la emoción en el alma todavía, recordando cada momento de la faena, cada pase, cada lance. El mundo se detuvo unos minutos, un segundo. La casta brava del novillo de San Martín lució con el valor, el arte y el temple de Diego San Román, el queretano. Ritual sublime de la fiesta brava que alcanzó ayer su apogeo.Los novillos de San Martín, propiedad del señor Alberto Baillères, fueron todos de bonita estampa, con el trapío que se exige en Guadalajara y con la bravura que se requiere para que pueda hacérseles faena. Unos más, otros menos, todos fueron al caballo y metieron la cabeza, pero brilló con luz propia el tercero de la tarde. Un novillo negro zaino, de estampa fina y galope alegre, que llevó por nombre “Joven promesa”, como el novillero San Román que lo lidió. Merecido fue el arrastre lento del novillo, como premio al ganadero.Los novilleros que alternaron con San Román fueron los hidrocálidos Héctor Gutiérrez y Miguel Aguilar, quienes no tuvieron tanta suerte con sus lotes, pero mostraron oficio y valor en sus faenas. Ya vendrán tiempos mejores. Con respeto para ellos y por el espacio de esta columna, dedicaré las siguientes letras a la faena de San Román a ese novillo tercero de la tarde, que quedará para la historia, labrada con lances y pases de oro, con temple y elegancia. Diego San Román sin duda regaló una de las más excelsas y emocionantes que se hayan podido ver en Guadalajara.Esta es la historia de tan memorable faena. San Román llevó al novillo hasta el caballo ondeando su capote con chicuelinas andantes, tan bellamente hechas que el picador babeante lo miraba. El novillo fue al encuentro con tanta fuerza que derribó al caballo y el picador besó la tierra. Luego, embelesó el novillero a los tendidos con un precioso repertorio de lances con el capote, por tafalleras y gaoneras, arrancando los olés de un público al que se le comenzaba a calentar el alma.Tomó la muleta y toreó de rodillas, con una tanda de derechazos que culminó con cambio de mano y el pase de pecho, tan pasmoso, que puso al público de pie. La gente gritaba ¡torero, torero! El novillo humillaba y metía la cabeza como suelen hacerlo los de casta brava. Luego, los naturales. La mano izquierda se desmallaba para dar paso al novillo. En un momento, el novillo quedó cruzado frente al novillero, que con tanto valor le hizo la “arrucina”, pasándose al novillo con la muleta por detrás de la espalda, ese pase tan difícil y riesgoso, que puso de nuevo al público de pie.De pronto, en un aparente descuido, el novillo cogió al novillero por la taleguilla y lo zarandeó por los aires como a un muñeco de trapo. San Román cayó al suelo, se levantó, tomó la muleta y se puso de nuevo de rodillas. El miedo subía como una ola hacia el tendido: los pitones del novillo estaban a una flor del pecho del novillero. Hombre y animal en el silencio de la tarde. Nadie se movía. Luego, tomó la espada y mató con gran estocada. Su padre lloraba en el callejón. Las dos orejas y el rabo le fueron concedidas con toda justicia. La tarde se deshilvanaría poco a poco para bordar uno de los más bellos recuerdos de esta plaza de toros. Gracias, Diego San Román.Escribo con la emoción en el alma.