La libertad de expresión es un bien invaluable, la sociedad occidental invirtió en su conquista cientos de años, hasta lograr convertirla en ley y en termómetro de civilidad política y social.Esta libertad se ha buscado para dar expresión a la diversidad de opiniones, observaciones y pensamientos que se da entre los seres humanos, y en principio es absoluta, partiendo de la base de que cuanta persona expone su punto de vista es capaz de sustentarlo o de asumir las consecuencias.Pero si esta libertad es un derecho que está ahí, a disposición de todos, supone en la gente la capacidad de saber discernir todo cuanto los demás dicen por el medio que sea, y es justo en ese punto donde la sociedad se convierte una y otra vez en una torre de Babel. Hacer que las verdades que algunos no quieren que se sepan, parezcan mentiras, y que las mentiras que otros quieren divulgar parezcan verdades, es hoy día el deporte de individuos, empresas e instituciones de todo tipo y marca, cuya consecuencia es el cultivo de la sospecha, la incertidumbre, la confusión y finalmente el agnosticismo informático.El pasado año 2020 nos brindó sin duda el más impresionante escenario mundial del teatro desinformativo, donde todos los vestuarios de la humanidad se lucieron a la hora de divulgar noticias epidemiológicas en todas las escalas de la verdad y de la mentira, contando con que para cualquier afirmación que se hiciera, por descabellada que fuera, habría siempre mentalidades adecuadas para asumirla y “reenviarla” como verdad absoluta, en sucesión interminable y planetaria.En el revoltijo “informativo” en torno al COVID-19 naufragaron honras, se manipularon documentos científicos, se alteraron declaraciones valiosas, se multiplicaron las “falsas noticias”, y cuanta persona se puso al frente del problema, independientemente de sus méritos, acabó siendo sospechoso, inepto, vendido, emisario del anticristo, cómplice conjurado del “nuevo orden mundial”, o aliado de los alienígenas.Esta desinformación generó linchamientos morales en casi todo el planeta, e incluso en países que solían ser más civilizados, se dieron verdaderos movimientos sea para negar el problema, sea para oponerse a las medidas preventivas que las autoridades iban implementando. En otras regiones la autoridad acabó optando por un “sálvese quien pueda”, como pueda, y por lo demás, hagan lo que quieran. Esta huida de la autoridad fue más sensible a la hora en que los vivales de siempre encarecieron desmedida e injustificadamente los precios del oxigeno, de los tanques, de los honorarios y los costos hospitalarios sin que nadie los controlara o sancionara.Y si en su momento la epidemia ha tenido este tratamiento, ahora las infinitas opiniones sobre la vacuna no se han quedado atrás: que no sirve, que sirve poco, que transmite el virus que se quiere evitar, o que conlleva elementos no declarados con el avieso objetivo de atontar o aniquilar a la humanidad que ingenuamente la reciba.Esta es la sociedad humana, así somos, así pensamos y compartimos, así reaccionamos ante una amenaza evidente, porque para prevenir la credulidad hoy sabemos que no bastan ni siquiera los mejores títulos académicos ni la racionalidad más evolucionada.armando.gon@univa.mx