Los escándalos de pederastia en la iglesia católica siguen saliendo a borbotones, mostrando que tristemente existía una estrategia institucional para ocultar eso que de manera eufemística la jerarquía católica llamaba “desviaciones”, “ropa sucia que debe lavarse en casa”, “pecados”, “debilidad de la carne” cuando en realidad se trata de conductas delictivas que tiene víctimas con nombre y apellido.No es fácil para ninguna institución, menos aún para una cuyo principal valor y sentido de existencia es ser una voz moral dentro de la sociedad, reconocer que durante años ha hecho exactamente lo contrario a lo que pide para los demás, que mientras la voz de los sacerdotes, obispos y seis Papas (desde los sesenta hasta la fecha) se levantaban exigiendo a gobiernos y comunidades una moralización de la vida pública y privada, al interior no solo existían conductas personales depravadas (eso nadie lo puede evitar) sino conductas institucionales que, en aras de proteger quién sabe qué valores superiores (lo digo con todas sus letras porque ningún valor superior justifica el encubrimiento de delitos contra la infancia) protegieron, ocultaron y a la postre perpetuaron conductas delictivas sin ver a las víctimas, quienes paradójicamente eran los destinatarios de su trabajo pastoral.En Estados Unidos, Canadá, Chile, Irlanda más lo que se acumule en la semana no solo se repite la conducta de los clérigos abusadores sino de los líderes de la institución. Quisieron detener la marea hasta que aquello se convirtió un tsunami que inunda y arrasa todos los rincones de la iglesia católica.“No somos los únicos” dicen algunos, y tienen razón, pero no tienen ya la credibilidad ni la calidad moral para ser ellos quienes señalen a otros. Lo mejor, y quizá lo único, que puede hacer la iglesia católica por el bien de su institución y en aras de ser el ejemplo para otras iglesias e instituciones laicas (escuelas, orfanatos, instituciones deportivas y militares donde también se dan este tipo de delitos) es recuperar aquello que les dio origen: el amor, es decir poner al ser humano por encima de la institución, y revisar el celibato, una institución medieval que tiene más que ver con lo económico que con lo moral, porque es ahí, en esa negación de la propia sexualidad donde se esconden las más perversas desviaciones de la conducta, como es la pederastia.Para resolver un problema primero hay que reconocerlo, y a golpes de realidad la iglesia católica parece ir un paso adelante en esta triste carrera del abuso infantil. Son ellos los que tienen que recuperar la confianza de los padres de familia.(diego.petersen@informador.com.mx)