Han pasado muchísimos años, pero no los suficientes para que se me olviden aquellas tardes de martes, las más ociosas e improductivas de mi juventud temprana, que malgasté ocupando una butaca frente a una pantalla que con las historias que exhibía me provocaba más confusiones que satisfacciones. Eran las sesiones del entonces llamado “cine de arte” que convocaban a expertos, cinéfilos de cepa, devotos del séptimo arte, novatos interesados en abrazar el rito y, cual era mi silvestre caso, entes ávidos de figurar en la escena de la intelectualidad tapatía y un tanto deseosos de ser confundidos entre la selecta fauna que ahí se congregaba.Lo crucial del evento era el momento de abandonar la sala, entre comentarios y circunspectas reflexiones sobre lo visto, pero era también el hito para que los villamelones aficionados a figurar en esos ámbitos hiciéramos mutis en silencio, para no ir a regarla con una glosa desperdigada que dejara en evidencia nuestra ignorancia al respecto y, lo que es peor, nuestra nula comprensión de lo que las vacas sagradas de la realización fílmica mundial nos querían comunicar.Por esa molesta sensación de ni siquiera entender las intrincadas obras de los iluminados del celuloide, fue que aborrecí a Buñuel y, en lo sucesivo, lo evité como en otros terrenos a Mahler, a Ibsen y al Nintendo, porque me hacían sentir estúpida, y nunca fui tan feliz como el día en que me liberé de mis sofisticadas pretensiones y confesé abiertamente amar a Robocop, a los Beatles, a Sidney Sheldon y a las damas chinas con sus canicas de colores.El venturoso acercamiento laboral que tuve con don Emilio García Riera me hizo asumir que el arte es un encuentro personal e intransferible; “dadle Visconti al que le guste Visconti, y los Almada a quien le gusten los Almada”, solía repetir como frase liberadora e invitación a acoger lo que genuinamente nos agrada, respetando las preferencias ajenas sin sentir la necesidad de quedar bien.Particularmente recuerdo tales reminiscencias hoy, cuando un sector de la tribu se está deschongando en la más popular de las redes sociales, a raíz del muy reciente estreno de “La casa de las flores”, una comedia oscura que trajo de regreso a los escenarios televisivos a Verónica Castro que, a lo que se ve, no ha perdido el natural desenfado que la volvió tan popular y del que hace gala en el papel de la matriarca de las Lomas que hasta mariguana se pone a vender, con tal de mantener la fachada de familia perfecta, lo que no le resulta fácil con un marido adúltero, un hijo bisexual, un yerno transexual y otro negro, entre otras personalidades varias.El asunto es que a algunos, esta flamante producción de Netflix les ha causado tantos y tan variados escozores, que no dudan en externarlos desde esa cúspide de superioridad intelectual que tanto entripa, proyectando una intolerancia que mejor lugar tendría en causas menos fútiles y ociosas. Mientras uno confiesa que le bastaron los cinco primeros minutos para avizorar la feria de clichés que marcaría la tónica de la serie, otra la define como vertiginosa, inverosímil, sin tensión y sin “tempo”; en tanto uno más admite haber quedado curado con tres capítulos, alguien le contesta que se tardó para darse cuenta. Y pues yo, haciendo honor a mi derecho a disfrutar algunos placeres culposos, confieso aquí que vi sus 13 episodios completos, me divirtió, aprecié su trabajo actoral y su dirección escénica y advertí que, efectivamente, que es un largo tributo a todos los clichés que usted guste y mande, pero la resolución de todos ellos es de lo más sensato y atinado que he visto. No se las voy a “spoilear”, como dicen mis alumnos, pero el único que tiene un final feliz es el perro que se escapó de la florida casa.