Una cocina. Cualquiera, doméstica. Limpia a veces, sucia también, con las cocinas es el cuento de nunca acabar. Del desayuno a la cena, en el trajín diario de la gente, se abren y cierran cajones y puertas, de la alacena entran y salen alimentos, crudos y cocinados, también del refrigerador. En esa cocina hay rincones oscuros, húmedos, casi ignotos, propicios para que los habiten otros seres que durante la noche, cuando la cocina y todo lo que contiene está en reposo, salen para avituallarse o tal vez sólo por el gusto de sentirse propietarios de una inmensidad; aunque eventualmente, impulsados por sus instintos y auspiciados por la falta de higiene de quienes usan la cocina, se reproducen en tal cantidad que no les queda sino aventurarse en plena luz para colonizar otros rincones ajenos a la limpieza humana, con riesgo de sus vidas. En la negrura, los seres pululan, pero son precavidos, asoman sus antenas por entre las rendijas de las vitrinas, desde el apenas perceptible hueco de la llave de agua; desafían la gravedad recorriendo por debajo las parrillas de la estufa, otros juegan carreras zigzagueantes. Si nos fuera dado entenderlos, se escucharía un bullicio como de mercado. Ocasionalmente, noche plena, a una de las personas que necesitan de la luz para usar la cocina se le antoja un pedazo de pan y entra intempestivamente. Los seres corren despavoridos -quién sabe si correr sea el verbo apropiado para su veloz desplazamiento- y quizá algunos en su fuga deseen no sentir en sus rastreros abdómenes el crujir de una de sus congéneres al morir aplastada. Entonces, todas las especies del género seres, juran reproducirse intensivamente para compensar la pérdida y por acumulación expulsar a los humanos que primero acondicionan los nidos para que los seres se asienten y progresen, y luego los matan como si los odiaran.Se ha sabido de casos en los que las personas toman medidas contundentes, vacían cajones, sacan los utensilios, los cubiertos, las vajillas y los vasos, limpian con ácido la estufa, mueven el refrigerador y emprenden una guerra química que diezma a los seres, o al menos los expulsa del territorio que creían conquistado. Pero son historias que para los seres hablan de una dimensión desconocida; lo usual es que la gente haga una estadística: cuántos seres se han aparecido, en qué sitio, si son de los grandes y alados o de los pequeños que nunca van solos, o si los avistados son peludos y narigones, etc. Luego determinan tomar medidas, pero para evitarse molestias y que se piense que son descuidados con la higiene, lo común es que se contenten con declarar: no es para tanto, no sean exagerados, y sin decirlo optan por no entrar de noche a la cocina, validos de una regla moral que es asimismo de índole práctico: ojos que no ven, corazón que no siente. Lo que resulta conveniente para la diversidad que en la cocina tiene parte central de su hábitat (aunque para los seres es no únicamente su hábitat, es su cosmos entero, con su economía, sus mitos y su más allá): convive con disimulo, con algunos sobresaltos esporádicos, y muertos por parte de uno de los bandos convivientes. Eso de humanizar a los seres (cucarachas, cochinillas, arañas, cuijas, ratas y ratoncitos) pareciera quitar eficacia a la fábula, no; sucedería si la narración incurriera en la simplificación de dividir la lucha por el territorio llamado cocina entre los buenos y los malos, siendo los seres estos últimos: si les conferimos pensamientos y sentimientos humanos se complica el desenlace, ni modo de matarlos, ni siquiera expulsarlos, con todo y que es lo recomendable: coexistir con ellos, como indica la solución salomónica (ideal para infancias de las generaciones previas), puede acarrear enfermedades o de perdida alejar a los familiares y amigos demasiados sensibles. Una cocina llamada Guadalajara y sus compartimentos: Guadalajara (la primera es un concepto, esta última es un compartimento), Zapopan, Tlaquepaque, Tonalá, El Salto, Tlajomulco, Juanacatlán, Ixtlahuacán. A veces limpia, pero más bien sucia, porque ya quedó dicho: con las cocinas es el cuento de nunca acabar. En ella se confeccionan tradiciones, modos peculiares de hablar y sentir, una cultura como jericalla, como tequila, como tianguis, como poemas y música que surgen vergonzantes y provincianos y no obstante se instalan universales; del horno sale una economía crujiente, sus mejores tajadas son para pocos de los comensales. Eso sí, el tráfago no cesa y como ya ha de sospecharse, está infestada de seres nocivos.Empezó de a poco. Pululaban en las noches, de día en ciertos sitios, pero últimamente, por indolencia de los responsables de contenerlos, se multiplicaron y ya no esperan a que las luces se apaguen: hacen lo suyo, muy dañino, a la vista de quienes van y vienen por la cocina. Los responsables, con sus dichos y con sus hechos, parecen proponer cierto modo de cohabitación: miren -discursean- las cucarachas se matan entre ellas, las ratas también, así que atestigüemos que exterminen y hagamos como que no pasa nada; y es peor: dejan la impresión de preferir que nadie prenda luces en la cocina, o siquiera la use, y no es descabellado suponer que un día salgan con una estadística que demuestre que cuando nadie alumbra los rincones y a nadie se le antoja inopinadamente un pan, disminuyen muchísimo los delitos de los seres.La fábula se resiste a huir de la dicotomía, buenos y malos, ellos y nosotros; lo seres sienten, piensan, nos desprecian y usan, cada día su organizarse es más contundente que el nuestro, tienen en la mano el switch del foco y quienes debemos salir corriendo a nuestros rincones cuando lo apagan, somos nosotros. Sí, hay un ellos y un nosotros y tal parece que la salida que los responsables nos señalan es el encucarachamiento masivo, volvernos seres o parecerlo.