Desde cierto ángulo, nombrar los problemas es fácil; desde el ángulo que prefieren muchos gobernantes, es difícil, tanto que, a los asuntos dañinos, ilegales, de corrupción, medioambientales no los llaman “problemas”, son oportunidades de mejora. La entrada tres del diccionario de la Real Academia reza, problema: “Conjunto de hechos o circunstancias que dificultan la consecución de algún fin”, y nos dice que también podemos llamarlo, al problema: dificultad, obstáculo, contratiempo, complicación, contrariedad, inconveniente, impedimento, traba, apuro, aprieto, preocupación, disgusto. Sería casi impúdico decir que el fenómeno de la desaparición forzada es una oportunidad de mejora; como lo sería que la policía responda a la familia que al llegar a su casa encontró la puerta abierta y los objetos de valor ausentes: estamos ante una oportunidad de mejora. Una obviedad: todo es mejorable, lo bueno y lo malo; aunque si atendemos con cuidado la tradición en la biósfera de los gobernantes, “oportunidad de mejora” es un concepto preciso y contiene una premonición soterrada: con las dificultades, los obstáculos, las preocupaciones y los aprietos, lo peor siempre está por venir; es decir: no crean que ya lo han visto todo, agárrense, la capacidad de empeoramiento es ilimitada.Por esto se presenta cada vez con más intensidad un fenómeno poco estudiado: la campaña electoral perpetua (dos ejemplos, López Obrador y Sheinbaum). Los gobernantes medran a sus anchas en su mundo, en él todo es fabuloso por el hecho de que ellos mangoneen el metafórico cetro, y aquello que no lo es se les presenta como una luminosa oportunidad de mejora. El podio detrás del que se parapetan en la campaña sin fin es una especie de trinchera portátil que impide que la noción problema avance para convertirse en un problema; si aún así los amenaza, sacan su lanza oportunidades-de-mejora en aerosol, versión discursiva del gas mostaza que mata la palabra problema y, creen ellos, así resuelven el problema; aunque el conjunto de hechos o circunstancias que dificultan la consecución de algún fin, digamos, la paz, permanezca y nomás use el tal podio como glorieta y siga de largo, fuera de la biósfera de los políticos, donde la gente se queda con el montón de aprietos y preocupaciones.Mientras especialistas no publiquen estudios serios, politólogos o, dado el fenómeno peculiar de la campaña perpetua, quizá corresponda a psicólogos y psiquiatras, podemos suponer que esta cosa extraordinaria de que muchas, muchos de los que tienen un cargo por elección popular se dirijan permanentemente a electores y no a ciudadanos, como cuando buscaban el voto, ocurre únicamente en la esfera pública; ya en reunión con sus equipos de trabajo, puertas adentro de los palacios y casas de gobierno, los problemas son eso: problemas. Hagamos el juego de imaginar el primer día de trabajo de un gobernante, la mañana siguiente del “sí, protesto”:Siete a.m., primera cita del día, el general que rige en la zona militar correspondiente, el fiscal y el secretario de Gobierno. El último en entrar a la oficina es el militar, junto con un ujier que le deja una voluminosa carpeta. Sobre el escritorio recién pulido están las promesas de campaña, la constancia de mayoría, los esbozos del soñado plan de desarrollo y las fotos de una bonita y sonriente familia; detrás, colgado en la pared, un óleo con el prócer preferido del gobernante, y como estamos jugando, digamos que es el retrato, de cuerpo entero, de Agustín de Iturbide. Se nota que les sienta bien el poder ¡con cuanto denuedo lo persiguieron! No ocultan su satisfacción: los quehaceres de gobierno que les esperan representan una soberbia oportunidad de mejora (para ellos). Bueno, en esta ficción el general tiene cara de circunstancia, va ataviado con el uniforme de gala.Sale el ujier y cierran la puerta, los demás se sientan frente al gobernante. Después de los saludos de cortesía se hace un silencio que equivale a un punto y aparte. Lo aprovecha el militar para levantarse y con un gesto casi teatral hace a un lado las promesas, la constancia de mayoría y el naciente plan (no toca las fotos), deja sonoramente el legajo que le dio el ujier. El perspicaz gobernante, pregunta ¿qué es esto? El curso de la seguridad en el estado, responde el soldado, y agrega: el mapa con las zonas que controlan los criminales organizados en tres bandas; un recuento de la capacidad de fuego y de comunicación que tienen, y el número, mera especulación, de los efectivos de los que disponen; además de un estudio del apoyo, diferenciado por zona, que reciben de la población y la lista, también por zona, de los delitos que con mayor frecuencia suceden; incluimos fotografías satelitales. Se detiene un momento. Los demás miran a su jefe, demudados. Licenciado (o licenciada) -continúa el de cinco estrellas- un cuadro sinóptico de la relación que cada cabecilla tiene con alcaldes, policías, empresarios y políticos (en su fuero interno piensa: claro que nomás le enseñamos las relaciones, las listas y mapas que nos convienen, y piensa más y casi sonríe: si supiera…).Nuestro hipotético ganador de la voluntad del pueblo tiene dos opciones: dar un golpe sobre la mesa y exclamar, con convicción: se acabó, en mi gobierno combatiremos hasta la extenuación al crimen organizado, acto seguido dicta órdenes a sus subordinados para que actúen en consecuencia; naturalmente en sus subsecuentes presentaciones públicas no puede evitar, sin parecer catastrofista y sin soltar detalles que entorpezcan su estrategia, mostrarse serio y determinado, dispuesto a resolver los problemas, los que le mostró el general y los otros. O bien puede retomar su campaña electoral (sin elecciones de por medio), hacer a su vez a un lado el legajo del general y celebrar que tienen, él, su fiscal y el secretario, la ocasión de envolverse en la relajante seda de las oportunidades de mejora que las urnas les dieron.agustino20@gmail.com