La velocidad circundante y la inmediatez han cambiado al mundo. Ahora en las ciudades las personas vivimos agobiadas por el modelo de vida dominado por la intensidad y la incertidumbre. La gente se consume a sí misma en un círculo vicioso de expectativas y frustraciones que gira entre dispositivos e ilusiones.La conciencia de este torbellino que absorbe ha crecido en los últimos años, provocando reflexiones lúcidas y reacciones sociales que se revelan. La sociedad actual ha provocado excesos en todos los sentidos. Los aparatos económicos, financieros, militares, de comunicación y políticos se han enfocado a producir objetos, mercancías, productos, ideas e ilusiones de forma incesante como si la cantidad fuera virtud. Esto es así porque la sociedad de consumo promueve la incesante búsqueda de satisfacción de los deseos, que ella misma artificialmente crea para mantener en funcionamiento el remolino. La idea de que la felicidad equivale a la satisfacción máxima e inmediata de todos los deseos juntos ha sido sembrada en la mente y los sentimientos de la colectividad. Pero al mismo tiempo la sociedad produce una ola incesante de frustraciones por las expectativas no cumplidas. Se somete así la voluntad oprimiendo los sentimientos para generar a su vez otros deseos. Pero la clave del proceso del torbellino incesante está en que hay un premio a aquellos que estén enrolados en este proceso de desear: el ser admitido, el formar parte de una inclusión social basada en el máximo esfuerzo por pertenecer mediante objetos, marcas, lugares y experiencias comunes que identifican a los participantes. La aprobación de los demás es condición de la existencia en sociedad. Es un castigo no ser admitidos y peor ser reprobados, la exclusión del torbellino es inaceptable. Por eso hay una tendencia a publicar que se forma parte de él, un impulso inconsciente de dejarse ver y mostrar que se es parte de la maquinaria del “mundo feliz”. Y que se es aprobado por miles y miles, que ahora se expresan en símbolos, encuestas y “likes”. Pero en esa ruta la persona se convierte a su vez en objeto de consumo, en un producto y lo curioso es que muchos desean convertirse en esa clase de productos.Los influencers, las celebridades o los políticos son una muestra de ello, son personas que inducen conductas para mostrar que son incluidos y a su vez son productos respaldados por muchos. Eso se ha vuelto un camino para obtener poder y dinero.En ese sentido la conducta de las personas con mayor responsabilidad se ve afectada por la necesidad de provocar la aceptación. La virtud, la bondad, el buen hacer, queda condicionado a la aceptación de las comunidades, que se convierte en una nueva medida de valor, muchas veces vacía. Esta relatividad supone someter a la verdad y la corrección a la aprobación pública inducida por sentimientos y olas de coyuntura. De forma que no solamente hay una economía del engaño en términos del consumo de productos y servicios, sino una normalización de la mentira como parte de una realidad aceptable. La aceptación para muchos se convierte en el propósito más valioso dejando atrás lo realmente trascendente. El medio se justifica en un fin en sí mismo. Peligroso momento cuando todo se somete a la coyuntura de la aprobación, porque en ese torbellino se generan también una enorme cantidad de desechos no solamente materiales sino de propuestas, ideas y “personas producto” que son rápidamente sustituidas por la mecánica de la aceptación.Ese torbellino es en realidad la imposición de una verdad única: el consumo. La conversión de la persona en producto. Provocando aquella servidumbre voluntaria que tanto se combatió al final de la Edad Media. El sometimiento manso a condiciones que vulneran la dignidad. El espectáculo de los hombres que se consumen es el nuevo circo romano, instalado en cada rincón de las comunidades.Pero hay una luz de esperanza, ya que una parte de las nuevas generaciones no están dispuestas a consumir sus vidas como mercancías en ese torbellino y se detienen a mostrarnos su descontento, con movimientos de respeto al medio ambiente, la lucha por la igualdad y contra la explotación irracional de los recursos naturales, o las expresiones contra la manipulación de la información. Se resisten a ser productos, a formar parte del espectáculo. Y aunque aún son una minoría, son los revolucionarios del futuro que plantean tener un juicio propio. Son aquellos que levantan la voz ante el sometimiento voluntario al torbellino del consumo, del exceso, del desecho y la descomposición. luisernestosalomon@gmail.com