Martes, 17 de Diciembre 2024

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Chalecos amarillos

Por: Luis Ernesto Salomón

Chalecos amarillos

Chalecos amarillos

Desde hace un mes Francia vive la más grande movilización social en su historia reciente que ha dejado ver los resentimientos ante la desigualdad y la sed de justicia. Todo comenzó el 17 de noviembre cuando decenas de miles personas tomaron las calles para protestar por el alza en 20% de los precios de los combustibles, provocado por un impuesto verde promovido por el presidente Emmanuel Macron.

Des gilets jaunes, chalecos amarillos, se enfrentaron a la Policía luego de quemar banderas, bloquear calles y provocar un enorme desorden en las céntricas calles de París y otras ciudades francesas. La narrativa de la protesta arremetía contra la actitud de arrogancia del Gobierno y su falta de atención a las personas menos favorecidas: los que llegan al fin de mes con enorme angustia. El Gobierno reaccionó y suspendió primero el alza de los precios y luego la canceló totalmente, pero las protestas en lugar de bajar de intensidad se multiplicaron.

La causa social se enfocó a desahogar el sentimiento de rencor contra el establecimiento político personificado en el presidente, que por cierto llegó al poder con un discurso contra el sistema tradicional de partidos. Las demandas de los manifestantes se incrementaron con exigencias de aumentos al salario mínimo, no reducción de pensiones, ayudas sociales y surgieron voces que pedían la dimisión de Macron.

Cabe preguntarse: ¿cómo un movimiento de protesta que parecía como muchos otros de los que se repiten en calles de Paris, se convirtió en un movimiento nacional que atrajo cientos de miles de personas de todas las ideologías, partidos, credos y condiciones en unos cuantos días? ¿Y por qué este movimiento, aparentemente desarticulado, ha estado cerca de desestabilizar y aún derribar un Gobierno que inició con un inmenso respaldo social? La respuesta es la falta de conexión de Macron con las auténticas preocupaciones de la población presa de la angustia económica.

Macron, de 40 años, fue electo en medio del reclamo para cambiar el rostro de la política francesa, aumentar los salarios y generar bienestar. En la elección de 2017 los franceses votaron por un líder diferente, joven, sin un partido definido que ofrecía soluciones prácticas. No hay que olvidar que desde 1984 se habían aplicado reformas para reducir el estado de bienestar que económicamente parecía insostenible. El resultado fue la desconfianza en los políticos de derecha y de izquierda quienes se enfocaban a producir resultados en la esfera macroeconómica y dejaban de lado la realidad cotidiana de las familias ordinarias que veían reducidos los apoyos sociales. Macron leyó adecuadamente el escenario y se desmarcó del perfil tradicional y ganó al proponer con un tono positivo un nuevo orden del mundo. Al enfrentarse a la extrema derecha acentuó su perfil como moderado y atrajo votos de toda la geografía y las formaciones. Sin embargo, en el ejercicio del Gobierno sus actitudes se alejaron de la gente ordinaria y la luna de miel en pocos meses se ha convertido en lucha social. Resulta preocupante que 11 millones de personas votaron por la extrema derecha en 2017 y se mantiene con enorme vigor. Los chalecos amarillos son un movimiento que une a personas de la llamada alt-right con indiferentes y agitadores de extrema izquierda. Lo que tienen en común es que son ciudadanos ordinarios que no llegan en paz al fin del mes. Que se han contenido la rabia y ahora la dejan salir.

La facilidad como surgen y se disuelven los movimientos sociales es el reto principal de las formaciones políticas. Ahora las personas exigen resultados a sus expectativas de forma inmediata. Digamos que la paciencia social se ha gastado. Las personas que nunca vemos porque viven una rutina de trabajo, repentinamente se aparecen y conocemos otros rostros en las calles.

Es difícil saber qué pasará con este movimiento, pero ya ha dado muestras de cómo las comunidades se organizan transversalmente sin necesidad de estructuras formales y aun sin liderazgos visibles.

Y llama la atención que esto suceda en una de las naciones con más desarrollo social de Occidente, cuyas instituciones de salud, educación, seguridad social y organización laboral han servido de modelo para muchos. Pareciera que vivimos una lucha entre el capitalismo meritocrático y la exigencia de justicia en el sentido más amplio.

Vivimos un desafío entre los mercados y la democracia; entre la productividad y la equidad, entre el individualismo y la solidaridad. El punto de equilibrio parece esconderse.

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