Recuerdo que cada diez minutos se escuchaba una explosión. Eran tan frecuentes, que dejaban de asustarte. Se volvían parte del paisaje. Hasta que alguna especialmente fuerte te despertaba en la noche. Y tardabas un ratito en volverte a dormir. Te acompañaban al bañarte por la mañana, al caminar por las calles para reportear, durante las transmisiones o incluso cuando al fin llegaba la hora de la cena y entrábamos al Jabri, nuestro restaurante favorito -quizá el único-: un patio interior en una casona de tres pisos con jardines derramándose desde el techo sobre las columnas, las ventanas, los arcos, donde servían un muhammara perfecto. El Jabri estaba inexplicablemente aislado del caos, el miedo y la muerte que se vivían puertas afuera.Damasco, Siria. 2012. El régimen del dictador Bashar Al Assad parecía estar sorteando con éxito la amenaza de la Primavera Árabe. Tenía control de su país y a punta de pólvora y armas químicas -con el apoyo de Irán y Rusia- había logrado mantener a raya a la oposición. A los periodistas con permiso de entrar, nos vigilaba. Había corrido con mejor suerte que sus colegas dictadores de Túnez, Egipto y Libia. Ben Ali, Mubarak y Gaddafi habían caído ya. Regresé a la zona cuatro años después. Bashar Al Assad había perdido control de la mitad de su territorio. El grupo terrorista Estado Islámico había conquistado la mitad noreste de Siria y un tercio colindante de Irak. Estados Unidos y Europa, que respaldaban a los opositores de Bashar, y Rusia e Irán que respaldaban al dictador, habían encontrado un objetivo común: acabar con ISIS. Lo lograron. Diez millones de sirios huyeron, se refugiaron en Europa y el fenómeno agitó la polarización y trastocó la vida política de los países que los recibieron. Con el paso del tiempo, un hecho seguía imperturbable: Bashar se mantenía en el poder. No lo movía nadie ni lo tumbaba nada. Así fue hasta 2024. Lucía más empoderado que nunca. Había resistido la Primavera Árabe, las zancadillas de Estados Unidos y Europa, el terrorismo de Estado Islámico. Por eso cuando el 27 de noviembre me enteré que un grupo cuasi-desconocido tomó un puñado de comunidades del norte sirio, y decía que iba sobre Alepo, la segunda ciudad más importante, no le vi futuro. Le demoró 11 días tumbar un régimen que aguantó 14 años un apetito de derrocamiento. O más. Bashar acumuló 24 años en el poder que heredó de su padre Hafez, quien lo tuvo 30. Los rebeldes avanzaron a un ritmo vertiginoso. Tomaron Alepo. Luego Homs. Cuando avanzaron hacia Damasco casi no tuvieron que disparar. Bashar llamó a sus aliados y no le respondieron. Rusia, que lo apoyaba con fuerza aérea, concentraba todo en Ucrania porque se le va de las manos. Hezbolá, que lo nutría con soldados, estaba aniquilado por Israel. Irán, que lo apoyaba con fuerzas de élite, estaba desfondado: perdió en Palestina, perdió en Líbano, está golpeado en Yemen y lo han vulnerado en territorio propio. Bashar se quedó solo. Se habrá preguntado si no lo pudieron ayudar o lo vendieron. Agarró sus cosas y huyó. Nadie lo podía creer en Siria ni en ningún lado. Al frente de un grupo rebelde llamado Hayat Tahrir al Sham (HTS), que se traduce como Organización para la Liberación de Levante, un cuarentón llamado Abu Mohammed Al Jawlani había tumbado al dictador. ¿Quién es este personaje? Se formó en las filas de Al Qaeda y se peleó con ellos. Se pasó a Estado Islámico y se peleó con ellos. Ahorita dice que ya no es extremista, que no va a convertir el gobierno secular de Siria en religioso, que no quiere ser enemigo de Estados Unidos, que las minorías pueden estar tranquilas, que los cristianos que viven ahí podrán celebrar la Navidad y no tienen que desmontar sus arbolitos. Hoy el gran temor es que suceda como en Afganistán: los talibanes se disfrazaron de moderados para que se avalara internacionalmente que les devolvieran el país, y ahorita ya van en que no puede ni escucharse en público el sonido de la voz de una mujer. carlosloret@yahoo.com.mx