Como es de conocimiento público, en días recientes, el presidente López Obrador fue sujeto a un procedimiento llamado “cateterismo”, el cual consiste en la introducción de una sonda en el cuerpo del paciente para evaluar la gravedad de un padecimiento, en este caso cardiaco, -existen antecedentes de, cuando menos, una crisis grave en la salud de AMLO-. A su salida del Hospital Militar, y seguramente a razón de esta experiencia, el Presidente declaró que, ante cualquier eventualidad, su obligación es garantizar la gobernabilidad del país, sin reparar en los mecanismos que la Constitución prevé para tal caso (artículo 84), así como la consumación de la 4T (sea lo que sea) y, en ese orden de ideas, ha escrito (declaró sin que nadie lo preguntara) su testamento político. Toda transformación histórica reclama héroes y, seguramente, López Obrador se imagina a sí mismo en esta categoría, y a la nación poblada de monumentos con su egregia figura. Pero, animal político, al fin, puede estar planteando una estrategia sucesoria que le garantice sus dos grandes objetivos: la incondicionalidad de quienes lo sucedan y la inmortalidad.Guardadas las proporciones entre Benedicto XVI y AMLO, cuyas asimetrías son impresionantes (el Papa Emérito habla diez idiomas, es un destacado teólogo y profundo conocedor de la historia y la conducta humana), los vinculan dos propósitos y distintas inspiraciones derivadas de sus circunstancias: garantizar su sucesión por alguien que continúe su obra y la consolidación de su legado político. El Papa Emérito Benedicto XVI, por los escándalos de algunos miembros de su iglesia, a quienes tuvo que defender, vio reducida su autoridad, credibilidad y capacidad de maniobra para la transformación y adaptación a la realidad contemporánea de una institución dos veces milenaria. Renunció e influyó en el Colegio Cardenalicio para elevar al Pontificado a un cardenal ajeno a la Curia Romana que, sin causar un sisma al interior del Vaticano, lograse el superior objetivo de su modernización. El nuevo Vicario de Cristo ha sido capaz de sortear con éxito los graves problemas que enfrenta la Iglesia Católica. El caso de López Obrador, por el contrario, es rupestre: necesitará que le cubran las espaldas ante los ya inocultables casos de abusos de poder; llámense obras irracionales decididas autoritariamente, el daño a las instituciones democráticas, los incontables latrocinios y complicidades de sus incondicionales y familiares, así como la culminación de la 4 T. Para ello requiere, a fin de ganar el espacio y tiempo necesarios para recrear un Maximato que ni Calles imaginó, delegar en alguien la responsabilidad política que conlleva la Presidencia de la República. Entre tanto, él opera la ampliación transexenal de su poder.El procedimiento es ciertamente sencillo: AMLO renuncia a la Presidencia por la única causal que permite la Constitución: la salud del gobernante (previamente, designa al o a la elegida manipulando los votos del Congreso de la Unión). De ahí en adelante, con un expresidente -que manda- y una o un presidente substituto -que obedece-, podrá cristalizar sus aspiraciones.