Domingo, 24 de Noviembre 2024

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Auxilio: viva México

Por: Augusto Chacón

Auxilio: viva México

Auxilio: viva México

“Nuestra historia es un texto lleno de pasajes escritos con tinta negra y otros escritos con tinta invisible. Párrafos pletóricos de signos de admiración seguidos de párrafos tachados”, Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe. ¿Quién escribe con tinta negra y quién tacha arbitrariamente? ¿A quién pertenecen las manos que cargan la pluma con tinta que no se ve? ¿Quién lee lo legible? ¿Cómo interpretamos lo apenas intuido, incluso lo tachado? Sigue Paz en el mismo texto: “no tenemos idea clara de lo que hemos sido. Y lo que es más grave: no queremos tenerla”. Tal vez hemos dejado con demasiada indolencia que sean los poderosos y los políticos quienes tomen la historia por su cuenta, y la traduzcan, reescriban y la borren a su antojo y conveniencia; lo que esperan de los demás son gestos, ¡viva México!, por ejemplo, y que, si se ofrece, regurgiten el cliché de que la patria es recipiente de fidelidad indeclinable, fidelidad sancionada por ellos mismos.

Recurramos a dos poetas para recalar en radas poco frecuentadas de la noción “patria”. De José Emilio Pacheco, “Alta traición”; de Ramón López Velarde, “La suave Patria”. Citados del libro: País de sombra y fuego (Maná, Selva Negra, UdeG, 2010).

“No amo a mi patria”, confesó el escritor en el verso inaugural del poema, con una incorrección política que eriza la piel, pero también emociona. Quizá la patria (con minúscula, prefirió José Emilio) merezca una repensada, una re-sentida. En tanto, patria, así nomás; a la que cualquiera sirve de la piel hacia afuera, según la tenga impuesta por hábitos cultivados en los honores a la bandera y merced al casi siempre acrítico impulso por sentirse parte de algo, de la patria en este caso; después de todo, es la posibilidad más simple para identificarnos en comunidad junto a otras y otros que asimismo necesitan ese algo compartido que, sin embargo, de una en uno, no es lo mismo, pero qué importa.

Al clarear el siglo XX, Ramón López Velarde la describió con p mayúscula, para no tentar a las traicioneras dudas: “Diré con épica sordina: / la Patria es impecable y diamantina.” De este punto a la Alta traición pasaron cuarenta y cinco años; la historia registró una guerra mundial; decenas de conflictos regionales salpicaron al planeta; nuestra Revolución falló, es decir, quedó institucionalizada; renovadas y globales ilusiones políticas y económicas brotaron y se marchitaron; súbitas revueltas estéticas; traspusimos los confines de la Tierra y nos reconocimos cósmicamente mínimos por medio de suponernos en el mismísimo umbral de, ahora sí, conocerlo todo y, mientras, el poeta José Emilio Pacheco instigado a hacer un íntimo examen de conciencia cívica, sólo para concluir que de aquélla impecable y diamantina: “Su fulgor abstracto es inasible”. Pero su énfasis en la alta traición no lo ajena de López Velarde; como éste, sugiere que no nos es dado asir el destello patrio, por mucho que mane de su ser sin mancha; aunque, lo de “diamantina” para Ramón no fue únicamente por fulgurosa: la Patria es dura, persistente, inquebrantable.

Cómo, en 1921, no decretarla así; cumplía un poco más de un siglo de soportar, políticamente polarizada, contiendas sangrientas, discurrió por el siglo XIX internacionalmente amenazada, territorialmente cercenada y empobrecida, por si hicieran falta calamidades. Qué le hace, ha de haber pensado López Velarde, la Patria es esa historia, pero además es otra, y era momento de pregonarla, de ponerse a buen resguardo del sonoro rugir del cañón: “Suave Patria: te amo no cual mito, / sino por tu verdad de pan bendito, / como a niña que asoma por la reja / con la blusa corrida hasta la oreja / y la falda bajada hasta el huesito.” Imaginar, crear y fundar universos, dioses y naciones, es oficio de poetas; Ramón López Velarde nos dio a estrenar una Patria con diferente textura: suave, amable, que no únicamente exigía sumisión y sacrificio, más bien puesta ahí por los siglos de los siglos para el disfrute y la comunión.

Luego, José Emilio incurrió en su Alta traición: la patria no era continente para su amor, no la inaprensible, no la diamantina entendida como la que brilla con luz impropia, y reveló a la otra, susceptible de ser amada hasta la inmolación. ¡Ah, los poetas! Asientan un no con tinta negra mezclada con tinta invisible y, mal pasado el primer verso, la negación se convierte en el refulgente sí que siempre quiso ser: “Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques, desiertos, fortalezas, / una ciudad deshecha, gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / y tres o cuatro ríos.” La patria de la que Pacheco se declaró apóstata es, para conversar con Paz, una geografía, ríos y montes, obras humanas que devienen engendros; es los empeños de algunos personajes -los que cualquiera quiera escoger- es también las personas amadas. Patria en retazos por los que el poeta declara disposición para rendir su vida, no porque algo o alguien necesite su sacrificio, nomás para fijar que patria hay una para cada uno, y que sólo la traiciona quien se proclama su exégeta unívoco, sumo sacerdote que desde lo alto de la pirámide por él mismo erigida pretende arrojar a las víctimas acusadas de traicionar el esperpento patria-mercadería que la fiebre de su religión laica pergeñó.

No amo a la patria, podríamos congeniar con José Emilio, no a ésa que quieren imponernos, que exige temerla sin quererla y quererla sin pensarla, sin sentirla… pero daría la vida, aunque se lea extremo, por arrancarla de quien en su nombre dicta que el único signo de amor aceptable hacia ella, es decir, hacia él, es la abyección.

agustino20@gmail.com

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