Tengo un hábito secreto. En los primeros minutos de una entrevista a un político deduzco si es lector o no. Un mecanismo en mí evalúa el concierto de palabras, el orden y la claridad de sus ideas. Como un músico que levanta la oreja para saber si la orquesta desafina. Aclaro que sólo me pasa con los políticos. No ando juzgando a medio mundo por sus hábitos lectores, una decisión tan personal como elegir el color de tus zapatos. Y naturalmente mi sistema inquisitorio es falible, pero muchas veces acierto. En la clase política las lecturas, o su ausencia, son más notorias. Me refiero no sólo a la lectura de libros -eso es por añadidura- sino al hábito paciente de posar tus ojos sobre un soporte, digital o en papel, para comprender lo mismo una licitación que disfrutar una novela. El hábito lector está sacralizado. Se nos machaca con sentencias academicistas acerca de que leer potencia la creatividad y cataliza el desarrollo cognitivo. O se nos atosiga con melifluas invitaciones a leer porque “abre puertas a otros mundos”. Todo es cierto. Pero antes que nada leer es un acto de placer o no lo es. Y punto. El hábito se adquiere por imitación. Si un hijo ve leer a sus padres es más probable que sea lector. También si un maestro o amigo funge como ejemplo. Júntate con dos lectores y tú serás el tercero. En México este hábito vive una debacle tras cuatro sexenios de políticas públicas catastróficas. El Inegi publicó ayer su Módulo sobre Lectura 2024 en el marco del Día Mundial del Libro. Leemos en promedio 3.2 libros al año, lo mismo que hace 9 años; los franceses leen hasta 17. En 2015, fecha de la primera encuesta, 84 de cada 100 mexicanos se dijeron lectores de algún material impreso o digital. Este 2024 sólo 70 de cada 100 se encuentran en ese grupo. Pero la cifra es engañosa. La encuesta mide el hábito lector a partir de quien reporta la lectura de al menos un libro el último año; revistas en los últimos tres meses; historietas en el último mes; periódicos y páginas de internet, foros o blogs en la última semana (sólo faltó considerar la lectura de guatsaps y las señales de tránsito). Significa que ni en los anteriores sexenios ni en el presente hemos hecho algo para fomentar la lectura además de “hacerle al tianguero” que regala miles de libros -como sugirió un editor- sin ninguna incidencia real. El panorama luce desolador si consideramos la irrupción de la Inteligencia Artificial que ahorra todavía más esfuerzos cognitivos relacionados con la lectoescritura. Si nuestros hombres de Estado carecen del hábito lector, ¿por qué habríamos de esperar políticas exitosas de fomento al libro y la lectura? Lo que yo piense de un político es sólo un prejuicio, pero el irrefutable fracaso de un país de no lectores es una realidad.jonathan.lomeli@informador.com.mx