Con eso de que desde hace unos meses ya soy una de ésas, de tiempo completo, ándele que le atiné a la mera hora del arribo de las doñas a la verdulería del rumbo, y a duras penas conseguí desplazarme entre la marabunta de celosas cocineras que madrugaron para hacerse de cuanto menester se requiere para elaborar una comida de vigilia, conforme a los antiguos e ineludibles cánones que, en lo particular, tanto flagelaron mis placeres alimenticios de la infancia y adolescencia.Entrada en años suficientes para que tales recuerdos se me hubieran borrado, nunca he conseguido olvidar las comidas de penitencia cuaresmal, como los ingratos potajes de habas, garbanzos, lentejas y gramíneas por el estilo; los molotes de papa, arroz, coliflor y calabacita capeados y nadando en caldillo; las zanahorias y chayotes ahogados en crema y aquellos chiles poblanos inolvidables, porque ni después de tres digestiones y sendas cucharadas de antiácido, conseguía yo purificar y poner en reposo mi atormentado esófago.Acudí entonces al concurrido expendio de vegetales para procurar unos humildes nopales, que en cualquiera de sus modos y maneras, esos sí me gratifican ampliamente las papilas gustativas y que, como ocurre con las pitayas y las tunas, soy capaz de acomodarme un considerable volumen de unidades en una sola sentada. De modo que danzando entre costales de cilantro, canastos de chinchayotes, bolsotas de berenjenas, garbanzos remojados, pan dorado para hacer capirotada y montón de bolsitas de pasas, ciruelas, cacahuates, almendras, grajeas y coco rallado, localicé mis apetecidos y tiernos ejemplares de opuntia, que es su nombre genérico y catrín que proviene del griego.A la espera de mi turno frente a la caja, se me acercó una doña que, por su cara de compungida, me hizo intuir que no había resuelto con precisión su menú del día e intentaba inspirarse observando lo que las demás llevábamos en el canasto. Y resulta que de la docena de discípulas del fogón que andábamos por ahí, resolvió adoptarme como su temporal consultora culinaria, para indagar de qué manera podría salvar el trance doméstico que, evidentemente, la traía agobiada desde muy temprano.No sé si los nopales y cebollas que apreció en mi magro bagaje, o la fantasía desbordada que traía por sorprender a los suyos con un platillo de segundo grado de dificultad, le sugirieron que mis planes cocineros del día se habían decantado por la elaboración de unas tortitas de camarón, para lo que sin haber indagado previamente mis intenciones, escurrió la pertinente pregunta de: y usted, ¿qué les pone?¿A qué?, ¿a quién?, ¿de qué o qué?, respondí azorada porque, además de bella, no puedo ser adivina, y mucho menos lectora de mentes ajenas. A las tortitas de camarón, aclaró la interfecta para disipar mi confusión y solicitar mi asesoría sobre la confección de tan ingrato condumio cuyo solo aroma, desde mis lejanos ayeres, me hizo considerar seriamente el ayuno por cuarenta días.Pues, de entrada, mi apreciada colega de incertidumbres cocineras, a las mentadas tortitas les pongo las cruces porque, no obstante la popularidad de la que siempre han gozado entre mi parentela, yo ni en pleno apocalipsis me las comería. Lo único que sí le puedo sugerir es que, como siempre lo advirtió mi madre, no las prepare con camarón en polvo, porque empeoran su sabor y agarran un gusto a tierra. Creo que la señora se arrepintió de haberse arrimado a un árbol tan frondoso como hosco, porque cuando me pidió la receta de la capirotada, no se la supe dar con pesos y medidas, ya que soy cocinera a puro tanteo.