Una luz atraía hacia la Ciudad Luz, anoche, las miradas de todo el mundo: era el resplandor, atroz, de las llamas que consumían la Catedral de Notre Dame. Como en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, se mezclaban el estupor, la incredulidad… y, por otra parte, la dolorosa certeza de que la pesadilla era real.-II-Más allá de las creencias religiosas, Notre Dame es -sería muy triste tener que decirlo en tiempo pasado- un símbolo de la cultura; un excelente ejemplo de que algo ha hecho el hombre, después de todo, para embellecer y ennoblecer la faz de la Tierra. Es inevitable, hoy, releer a Víctor Hugo. En “Nuestra Señora de París” (Libro Tercero, Capítulo I), Víctor Hugo calificaba a la iglesia que ayer fue indefenso pasto de las llamas, como “una obra sublime y majestuosa”… aunque deploraba “los deterioros y las mutilaciones que el tiempo y los hombres han infligido al venerable monumento”. Al detallar “las diversas huellas de destrucción (…) producidas en la antigua iglesia, achacaríamos al tiempo -afirma- la menor parte de la culpa y la mayor a los hombres, sobre todo a ciertos artistas de la peor calaña”… Pondera -la postal obligada- “las dos negras y macizas torres con sus tejados de pizarra, que constituyen las partes armoniosas de un conjunto magnífico (…), con sus innumerables pormenores de estatuaria, escultura y cinceladura, fuertemente unidos a la magnitud del conjunto; vasta sinfonía de piedra, por decirlo así, obra colosal de un hombre y un pueblo (…); prodigioso producto de la suma de todas las fuerzas de una época en que en cada piedra se ve brillar en cien formas la fantasía del obrero subordinado al genio del artista”.-III-Aunque deploraba que “a los siglos, a las revoluciones, que devastan, al menos, con imparcialidad y grandeza”, se hubieran sumado legiones de arquitectos, “con el discernimiento y la elección propios del mal gusto”, para aplicar “la coz del asno al león moribundo”, quizá nada hubiera dolido tanto a Víctor Hugo (ni a los personajes de su novela: Quasimodo, Esmeralda, Pedro Gringoire…) como vivir para ser testigos de las escenas que, ayer, miles en París, millones en todo el mundo, observaban con dolor. Y habrá recordado que “sobre la faz de la antigua reina de nuestras catedrales, junto a una arruga, se halla una cicatriz: Tempus edax, homo edacior, que yo traduzco así: ‘El tiempo es ciego; el hombre, un estúpido’…”.