Cuando se proyectó la Plaza Tapatía en la década de los setentas del siglo pasado -hace cerca de medio siglo ya-, con la intención de generar un espacio amable, peatonalizado, libre de tráfico vehicular, propicio para la convivencia social de los lugareños y atractivo para los turistas, no faltó, en medio de las loas a las hipotéticas bondades del proyecto, el vaticinio pesimista del inevitable profeta de desastres:-Esto va a ser el paraíso del ambulantaje.-II-Dicho y sucedido. Aunque los afanes de la anterior administración municipal encontraron resistencia por parte de muchos comerciantes callejeros -de artesanías, principalmente- que defendían derechos (a su parecer) adquiridos y negaban que su actividad constituyera una competencia desleal para los comerciantes establecidos, la autoridad hizo su tarea: devolvió a los paseantes la zona que se había convertido -por las tardes, sobre todo- en un tianguis que, en efecto, generaba suciedad y ruido, y deterioraba la imagen de la misma.Conforme la autoridad bajaba la guardia, el ambulantaje recuperaba, gradualmente, su territorio. Hijos de la necesidad -el comercio callejero es la antesala de la delincuencia-, los vendedores ambulantes no son delincuentes, ciertamente, porque al ejercer su oficio no atentan contra la vida, la salud o los bienes de terceros; sí son, empero, infractores de la ley -de los reglamentos municipales, concretamente-, porque ejercen su actividad económica en espacios en que la norma lo prohibe de manera tajante y categórica, con las salvedades consabidas: Semana Santa, la noche de El Grito y la Romería a Zapopan.-III-Si, como consta en actas, las gallinas volvieron a salirse del huacal, el fenómeno se debe a que la presión del ambulantaje es continua, por una parte; por la otra, a que la capacidad de reacción de la autoridad es insuficiente y la norma, por laxa, es inadecuada.Cuando ha habido motivos extraordinarios -la Cumbre Iberoamericana de 1991, por ejemplo- para evitar la invasión de los ambulantes, se dispuso de vigilancia policiaca suficiente... Se supone que la autoridad puede (y debe) recurrir al uso de la fuerza pública, si es menester, para hacer cumplir la norma. Si se abstiene de hacerlo por el temor de que se le tilde -por parte de los infractores, sobre todo- de arbitraria y represora, habría que recordar lo que se dijo con todas sus letras en el inicio de la administración anterior: que el cumplimiento de la ley no es negociable.