Lunes, 10 de Marzo 2025

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- “Choferoces”

Por: Jaime García Elías

- “Choferoces”

- “Choferoces”

Viene a cuento, a propósito del anunciado incremento a las tarifas del transporte público, la antigua perogrullada: “Una cosa es una cosa… y otra cosa es otra cosa”.

Viene a cuento, porque al difundirse la noticia surge, ipso facto, el clamor generalizado: “¿Cómo se atreven a aumentar la tarifa si no mejoran la calidad del servicio…?”.

-II-

Una cosa -de regreso a la perogrullada de referencia- es que bienes y servicios tengan un costo. Las tarifas del transporte público están directamente relacionados con 1) los insumos que forzosamente requiere su operación (combustibles, lubricantes, llantas…); 2) los salarios de los conductores, el mantenimiento (refacciones y mano de obra) y la renovación periódica de las unidades; 3) gastos administrativos y seguros contratados por las empresas concesionarias del servicio público (que cuando es operado directamente por el gobierno, por misteriosas razones siempre reporta pérdidas); 4) un margen razonable de utilidad para los concesionarios, acorde con la inversión realizada.

Congelar las tarifas, en beneficio de los usuarios, es imposible. Si los costos de operación se incrementan incesantemente, las tarifas, por razón natural, deben adecuarse. Congelarlas por decreto es demagógico; imponer ese criterio, a la ley de las pistolas de la “h.” autoridad, repercute, necesariamente, en un deterioro en la calidad del servicio: descuido de las unidades, descomposturas más frecuentes y disminución del número de unidades en circulación.

-III-

Otra cosa es -mejor dicho: ¡debería de ser…!- que, bajo la premisa de que las tarifas autorizadas son las pertinentes para que el servicio opere, la autoridad exija -subrayémoslo: ¡exija…!- a permisionarios, concesionarios, subrogatarios o como quiera denominarlos, una serie de normas relacionadas con la calidad del mismo, a favor de la comodidad y la seguridad de los pasajeros: la pertinencia de las rutas, las condiciones operativas de las unidades, la frecuencia de paso de las mismas, el respeto a las paradas autorizadas, el aseo y la cortesía de los conductores, la atención a las quejas de los usuarios…

Si se trata -reiterémoslo- de un servicio público, la autoridad no puede -mejor dicho: ¡no debería…!- desentenderse de supervisar continua y sistemáticamente su funcionamiento. Si Guadalajara (y anexas) tuvo alguna vez un transporte público digno y eficiente -con todo y la negra fama pública que tenían los “choferoces” de las líneas que entonces operaban-, y si es notoria la degradación de ese servicio, queda claro que el fenómeno obedece menos a la indolencia de los concesionarios… que a la negligencia de las autoridades.

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