Los campos del poblado de Techaluta, al sur de Jalisco, esconden un tesoro llamado pitaya, un fruto exótico que cada año reúne a cientos de familias para la cosecha y que se ha convertido en una tradición que se transmite de generación en generación.La primavera trae consigo el calor y con él la época de recoger la pitaya, que crece entre cactus de unos 100 años de antigüedad y cuyos "brazos" o ramas se extienden hasta cinco metros a lo alto, lo que obliga a utilizar herramientas especiales para su corte, explica Ricardo Navarro, ingeniero asesor de los productores.Los cactus crecen en el campo o en los huertos de las casas más antiguas del pueblo hasta donde llegan los familiares o vecinos para ayudar con las labores de corte, pelado y acomodado de la pitaya.Este fruto propio de América Central y México, de color rojo escarlata o amarillo y con semillas negras, es uno de los más buscados en la época de calor por su frescura y el jugo que contiene en su interior.Las nueve variedades que existen son distintas en color pero no en propiedades, entre las que destacan su función diurética, su efectividad para combatir la anemia y la posesión de un 6% de proteína, esto último algo inusual para un fruto según el ingeniero.Para que las pitayas crezcan en el cactus es necesario que salga la flor y que esta luego sea polinizada por los murciélagos.Así, el fruto puede crecer hasta convertirse en una bola cubierta por una espesa capa de filosas espinas.Techaluta es el municipio de Jalisco con mayor producción al sumar unas 350 hectáreas de terrenos, pero también existen huertos en los poblados cercanos como Amacueca y Zacoalco, cuyo clima es también árido.Las altas temperaturas en esta región y los inclementes rayos del sol obligan a trabajar durante la madrugada. Por abril y mayo, meses de "la privanza" o mayor cosecha, el pueblo vive de noche y duerme de día.Navarro relata que las risas y la música hacen más llevadero el sueño que ataca a ratos durante la jornada.Los trabajadores conocidos como "pitayeros" se arman con botas, una lámpara sobre la cabeza y un cortador especial elaborado con un palo largo de madera y cuatro picos de metal.Cobijados con el silencio de la noche y bajo el cielo estrellado, los "pitayeros" se pierden entre los enormes cactus en busca de las pitayas maduras.Es fácil identificarlas: si las espinas que la rodean se caen fácilmente, la fruta está lista, dice Juan Miguel López, uno de los trabajadores.Desde hace una década, López ayuda a cortar la pitaya para sacar un "dinerito extra" complementario al salario que gana como albañil durante las mañanas. Su esposa ayuda también a pelar la fruta.La labor parece más fácil de lo que es en realidad, ya que si la persona se equivoca en el corte provoca que la pitaya caiga y que las espinas queden en su cabeza.La cosecha se hace lentamente y con cuidado porque si la fruta se aprieta de más, la pulpa se aguada y ya no sirve para la venta, apunta Navarro.Añade que esa es otra de las razones por las que el trabajo se realiza de noche, pues el calor provoca que las pitayas no estén firmes y, además, cambia su composición química, a tal grado de que puede llegar a hacer mal estómago.La delicadeza para tratar la pitaya la tienen también los cortadores, quienes cada noche reciben decenas de rebosantes recipientes.Ayudados con una pinza de metal y un cuchillo, las manos de mujeres y adolescentes quitan las espinas y los restos de la flor para dejarlas lo más limpias posibles.Luego son acomodadas en los "chiquihuites" o canastas de hilo de hoja de palma y cubiertas con ramas de alfalfa para conservarlas frescas, listas para viajar a primera hora del día hasta los puntos de venta, principalmente en Jalisco y Michoacán.IM