Viernes, 22 de Noviembre 2024

Un ritual llamado Tonaya

El escritor Edson Lechuga retrata la vida de un grupo de personas en situación de calle en la Ciudad de México

Por: Gerardo Esparza

Lechuga, escritor que campea entre el cuento y la novela, retoma la oralidad de sus personajes. CORTESÍA

Lechuga, escritor que campea entre el cuento y la novela, retoma la oralidad de sus personajes. CORTESÍA

Están en todas las ciudades; ocultos bajo cualquier sombra, arrinconados y envueltos en el vapor de la desgracia piden, si acaso, un par de monedas para saciar la sed de alcohol que los llena de ansia. En portales y pórticos, sucios y no tanto, hombres y mujeres que viven para tomar  y que toman para vivir.

Con un lenguaje crudo, y con la sublevación a las reglas ortográficas que acostumbra, Edson Lechuga se adentra en la vida estos personajes y los retrata, en forma de ficción, en la novela “El Tonaya no perdona”, editado bajo el sello de Grijalbo.

“En diciembre de 2016 caminaba por el Centro Histórico de la Ciudad de México y me encontré un arbolito de Navidad cuyas esferas habían sido sustituidas por frasquitos vacíos de Tonaya; el arbolito de Navidad me pareció hermoso y espeluznante; pensé que había una historia que contar ahí”, cuenta Lechuga en entrevista con este medio.

La figura, triste en su concepción y con un significado subvertido en tiempos de alegría decembrina, se convirtió en el principio para otear a las personas en situación de calle en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

“Me invitaron a participar en un proyecto de la Fundación del Centro Histórico que tenía que ver con personas en situación de calle; gracias eso pude acercarme a todos los testimonios de estas personas junto con Lorenzo Escalante. Una vez que hicimos la recopilación de un anecdotario inmenso me di a la tarea de pasarlo por una maquinita de ficción para hacer una novela”.

Cuenta que la escritura lo saetó por sorpresa porque alumbró algo que permanece en la sombras de toda metrópoli.

“Cuando salgo de ‘El Tonaya no perdona’ salgo herido, con una sonrisa triste. Fue brutal darme cuenta de esto que yo no quería darme cuenta: la gente en situación de calle está ahí y no sabemos qué hacer con ellos. Muchos no sabemos qué hacer: si darles 10 varos para el Tonaya, o mirar hacia otro lado, o temerles, o tenerles compasión. El tránsito y la salida de esa inmersión me dejaron una sonrisa triste”.

Meses después de terminar la obra, Lechuga se encontró con uno de los hombres con los que convivió para construir la ficción. Sin embargo, el encuentro resultó tan efímero como la duración de una botella de Tonaya en las manos del alcohólico.

“La comunidad en situación de calle es una en constante movimiento, muy volátil e inasible, no se puede censar porque están durante cierto tiempo y luego desaparecen; es muy difícil de asir. Me topé a uno de ellos en otro barrio ajeno al Centro Histórico. El problema con personas que están permanente intoxicados no es que sean mitómanos, es que se superponen sus concepciones de la realidad. Puede ser que te cuenten como suyo un recuerdo que le contó el amigo o que te saluden como si te hubieran visto ayer; es un viaje de ida y vuelta: un regreso a la infancia y un viaje al futuro, a su vejez. Las fronteras del tiempo y de la realidad están disueltas”.

Obra. “El Tonaya no perdona”, la ficción de todo un anecdotario en la capital del país. CORTESÍA

El escritor frente al lenguaje

Lechuga, escritor que campea entre el cuento y la novela, retoma la oralidad de sus personajes y, a conforme a su habitual forma de contar, trastoca la gramática para ponerla al servicio de la obra y no a las convenciones de la academia.

“Mi literatura viene de la oralidad. Me siento más un escritor oral que uno académico. La potencia, si es que la hay en alguno de mis textos, tiene que ver con la brutal conciencia de la narración oral por la que pasé cuando era niño en mi pueblo. Cuando veo circunstancias escucho historias; la palabra dicha está muy presente. Siempre representa tergiversar las reglas gramaticales, perturbarlas y transgredirlas con tal de conseguir que la novela pueda escucharse lo más fidedigna y verosímilmente posible. Siempre es complicado porque hay que alterar y proponer otra forma de puntuar, otra forma de utilizar el lenguaje”.

Cuenta que para poder pasar de la simple escritura a un aparato narrativo como una novela o un cuento, el escritor debe comprometer algo más que la palabra.

“A mí manera de entender, un texto narrativo no se convierte en una pieza literaria hasta que el autor se juega algo. Yo tuve que hablar de mis tristezas y de mis faltas, de mi soledad y de mis ausencias, de mis desprendimientos, que no son los mismos que los de ellos pero emocionalmente sí; en cuanto yo me puse ahí la novela comenzó a tomar sentido y dimensiones emocionales. Si no hay este paso, si el autor no pasa por ahí la novela no deja de ser una suerte de remedo de una situación determinada”.

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