Así estaban ahora, completamente desnudos al Sol, que llevaba horas ardiendo sobre sus cuerpos.Entre tanto, iban sucediéndose todos los rituales que debían convertirlos en Häftlinge. Tras un banco alargado había seis peluqueros que rapaban las cabezas y afeitaban todo el vello del cuerpo sin preguntar si el caballero deseaba talco o un masaje. Eran rudos y estaban de mal humor por tener que trabajar tanto durante la calurosa tarde. Al utilizar cuchillas romas, era más un arrancar el pelo que afeitar, y a quien no giraba el cuerpo y se retorcía, de tal modo que ellos pudieran llegar fácilmente a todas partes, lo empujaban e incluso golpeaban. Quien ya había terminado con el Friseur recibía en la mano un papelito con un número escrito que debía llevar al tatuador. A Hans le tocó el número 150822. Se limitó a sonreír con desprecio cuando le grabaron el número en el brazo. Ahora ya no era el Dr. Van Dam, ahora era el Häftling 150822. Qué le importaba a él si pudiera volver a ser una vez más el Dr. Van Dam. ¡Ojalá! Y luego estaba otra vez esa idea que le rondaba por la cabeza como una gran bola. Una idea que sonaba como la voz de un gramófono pasado de revoluciones, sobre la que ya no tenía ningún poder. Un puñetazo en la espalda lo hizo despertar. En la Effektenkammer entraron unos cincuenta hombres. Allí se encontraba el baño, había muchas duchas correlativas y cada ducha debían compartirla tres hombres. Salía un poco de agua templada, demasiado fría para despegar el sudor estival y el polvo y demasiado caliente como para refrescarse. Luego llegó un hombre con grandes guantes de plástico que, con la misma escobilla, les untó un poco de apestoso desinfectante en las axilas y en el pubis. Después de que los hubieran rociado con un aspersor, ya estaban rein, adjetivo cuyo significado en alemán se limita a indicar limpieza, pero que en holandés tiene connotaciones de purificación.Todavía se encontraban medio mojados y pegajosos por el sudor y el desinfectante, con la piel picándoles y escociéndoles por los arañazos del afeitado, pero al menos se habían liberado de los piojos y de las pulgas. No era fácil ponerse a buscar tan rápido algo adecuado entre las grandes pilas de ropa en el almacén. El pasillo en la Bekleidungskammer, como se llamaba el Block 27, estaba oscuro cuando llegabas de la intensa luz del sol y, en realidad, no sabías bien lo que tenías que tomar. Te empujaban y te desplazaban mientras te gritaban y, si no te dabas la prisa suficiente, te golpeaban hasta que habías recogido algo para ponerte. Una camisa, un pantalón de burdo lino y un saco, un gorro y un par de sandalias o zapatos de madera. Con tanta rapidez no tenías tiempo para buscar la talla adecuada y así acababan todos con ese aspecto tan de payaso, envueltos en sus trajes de presidiario. A uno le llegaban los pantalones hasta media pierna y el otro se tropezaba con ellos, porque eran demasiado largos; a uno le faltaba una manga del saco y otro tenía que remangarse. Pero una cosa sí tenía en común toda la ropa: toda estaba sucia y remendada. Era una mezcla de retazos de tela a rayas blancas y azules.Así se encontraban de nuevo todos ante el Block. Ya estaba avanzada la tarde, pero el calor del final del verano caía todavía a plomo con todo su peso en el campo. Tenían hambre y sed, pero nadie se atrevía a pedir nada. De nuevo se pasaron una hora esperando en la Birkenallee, la calle que recorría la parte posterior de los bloques, y permanecían sentados en los bordes de la acera y en los pequeños bancos que jalonaban el césped, o sencillamente tumbados a lo largo en la calle, abrumados por el cansancio y más aún por la miseria que sentían cernirse sobre ellos. En la calle habían dispuesto mesas en las que iban inscribiéndolos. Se apuntaban todos los datos imaginables de carácter personal y demás: profesión y otras cualidades; y, sobre todo, enfermedades: tuberculosis, enfermedades sexuales y siempre las reiteradas preguntas consabidas sobre la nacionalidad y el número de abuelos judíos. Hans estaba hablando con un colega, Eli Polak, que se encontraba destrozado porque había visto a su mujer cuando los camiones llegaron junto al tren. Ella se había desmayado y la habían arrojado dentro de uno, con su hijo detrás. —Ya no volveré a verla nunca más. Hans no se sentía capaz de consolarlo. No podía fingir. —Eso es algo que no puedes saber —respondió, pero con poca convicción. —¿Oíste lo que pasa en Birkenau? —¿Qué es Birkenau? —preguntó Hans. —Birkenau es un campo enorme —respondió Eli—. Es una parte de todo el complejo que constituye Auschwitz. A todas las personas mayores y a todos los niños los llevan allí al llegar y los introducen en una habitación grande diciéndoles que los van a bañar, pero en realidad los gasean. Luego queman los cadáveres. —Pero eso no lo harán con todos —se obligó a consolarlo Hans.Fragmento del libro Auschwitz: última parada © 2020, de Eddy de Wind. Editorial Espasa. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.Eddy de Wind nació en 1916 en Holanda. Médico y psiquiatra, en 1943 se ofreció voluntario para trabajar en Westerbork, un campo de tránsito holandés. Allí conoce a Friedel, una enfermera de 18 años con la que contrae matrimonio. En 1944 ambos son trasladados a Auschwitz y separados.Sobrevivieron a duras penas.Tras la guerra, Eddy se establece como psiquiatra.Eddy de Wind llega a Auschwitz en 1943 junto a su esposa Friedel. Él es médico y ella enfermera. Allí son separados. Ella queda entre los presos destinados a los crueles experimentos médicos del Dr. Mengele; él al cuidado de los prisioneros políticos polacos. Cuando la guerra está perdida y los nazis huyen del campo con los presos que sobreviven (entre ellos su mujer), Eddy decide esconderse y esperar la llegada de los rusos. Permanece por un tiempo con ellos en el campo y allí empieza a escribir Auschwitz, última parada, donde describe la rutina diaria, las atrocidades de las que ha sido testigo y víctima y la liberación por los rusos. Pero en su texto muestra también su amor y deseo hacia Friedel.JL