La primera con quien mantuve relaciones era una mujer cerca de la treintena, alta, con unos ojos negros muy grandes. Tenía poco pecho y las caderas estrechas; la frente amplia, un pelo liso muy bonito y unas orejas un poco grandes en relación con el conjunto del rostro. No diría que era guapa, pero su cara resultaba peculiar, interesante, y a cualquier pintor le despertaría las ganas de dibujarla. (Yo mismo, de hecho, dibujé algún boceto suyo en alguna ocasión.) No tenía hijos. Su marido, que trabajaba como profesor de historia en un instituto privado, le pegaba. Como no podía recurrir a la violencia en el instituto, liberaba sus frustraciones con su mujer, aunque se cuidaba muy mucho de golpearle la cara. Cuando la desnudé por primera vez, su cuerpo estaba lleno de golpes y moratones. No le gustaba que la mirase, y cuando hacíamos el amor, la habitación tenía que estar completamente a oscuras.Ella no mostraba interés por el sexo. A sus órganos sexuales les faltaba lubricidad y cuando la penetraba se quejaba de dolor. Por mucho tiempo que dedicase a los preliminares, por mucho gel que usásemos, el resultado dejaba mucho que desear. Se quejaba de un dolor intenso del que tardaba mucho en recuperarse. A veces, incluso gritaba.A pesar de todo, ella quería acostarse conmigo. Como mínimo no se negaba. ¿Por qué? Tal vez buscaba el dolor, la ausencia de placer. Quizá quería castigarse de alguna manera. Las personas perseguimos todo tipo de cosas en la vida. Ella, sin embargo, solo perseguía una: intimidad. No quería venir a mi casa ni que yo fuera a la suya. Íbamos en mi coche hasta uno de esos hoteles de citas, en una playa un poco apartada, y allí hacíamos el amor. Nos citábamos en el aparcamiento de algún restaurante, subía a mi coche, entrábamos en la habitación pasada la una del mediodía y salíamos antes de las tres. Siempre se presentaba con unas enormes gafas de sol. Daba igual si estaba nublado o llovía. Un día no se presentó en el lugar donde solíamos quedar. También dejó de asistir a mis clases, y ese fue el final de nuestra breve y desapasionada relación. Si no me equivoco, no nos acostamos en total más de cuatro o cinco veces. La otra mujer con quien mantuve relaciones llevaba una vida familiar apacible. Al menos, daba esa impresión. No parecía sufrir estrecheces de ningún tipo, y tenía cuarenta y un años (o eso creo), es decir, cinco años más que yo. Era de estatura pequeña, tenía unas facciones perfectas y vestía con mucho estilo. Tenía el vientre perfectamente plano, gracias, según ella, a que hacía yoga cada dos días. Conducía un Mini de color rojo, un automóvil recién estrenado que resplandecía en los días soleados. Sus dos hijas estudiaban en un instituto privado en Shonan, en la costa, donde ella también había estudiado. Su marido tenía una empresa, pero nunca llegué a preguntarle de qué (lo cierto es que no sentía el menor interés por saberlo).Desconozco la razón por la que no rechazó de entrada una proposición tan descarada como la mía. Quizás yo desprendía entonces algún tipo de magnetismo y ella no pudo resistirse, como si su alma (por decirlo de alguna manera) fuera un trozo de hierro atraído por un imán. También puede ser que no tuviera nada que ver con el magnetismo ni con el alma y que ella, simplemente, buscara un estímulo sexual fuera de casa. Y yo, por casualidad, andaba cerca.Fuera como fuese, en aquella época yo podía ofrecerle lo que quería con naturalidad. Desde el principio, ella pareció disfrutar sinceramente de nuestra relación. En el terreno físico (aparte de eso hay poco que contar), la relación no podía ser más armoniosa. Nos entregábamos al acto de hacer el amor con toda honestidad, con una pureza que casi rozaba lo abstracto, y al darme cuenta de ello, me sorprendí mucho.Sin embargo, en determinado momento ella debió de volver en sí. Una mañana de luz opaca de principios de invierno me llamó a casa y, como si estuviera leyendo un texto escrito que tenía delante, me dijo: «Es mejor que dejemos de vernos a partir de ahora. No tenemos futuro». O algo por el estilo.Estaba en lo cierto. No teníamos futuro ni lazo alguno que nos uniera. Cuando yo iba a la universidad, la mayor parte del tiempo lo dedicaba a la pintura abstracta. Digo abstracta para simplificar, pues el campo que abarca es muy amplio, y yo mismo no sabría cómo explicar todas sus formas y contenidos. En cualquier caso, se trata de pintura no figurativa, no concreta, libre, sin restricciones. Gané algún premio menor en un par de exposiciones y publicaron alguno de mis trabajos en revistas de arte. Algunos profesores y compañeros me animaban porque valoraban mucho mi trabajo. Aunque mi futuro como pintor no fuera especialmente prometedor, creo que tenía cierto talento. Sin embargo, para la pintura al óleo necesitaba, la mayoría de las veces, lienzos de tamaño muy grande y gran cantidad de pintura, y eso, lógicamente, los encarecía mucho. Y no hace falta decir que las posibilidades de que apareciera un alma caritativa dispuesta a invertir su dinero en un cuadro de grandes dimensiones de un pintor desconocido y de colgarlo en su casa eran casi nulas.Como no podía ganarme la vida dedicándome a pintar lo que me gustaba, nada más terminar la universidad empecé a hacer retratos por encargo. Comencé a retratar, digamos, a quienes se podría considerar los «pilares de la sociedad»: empresarios, presidentes de corporaciones, miembros destacados de instituciones académicas, miembros del Parlamento y personalidades de distintas provincias (a pesar de que el grosor de esos «pilares» variaba considerablemente). Ese tipo de cuadros exigía un estilo realista, denso, sereno. Su destino era colgar en las paredes de despachos, de salas de juntas o de visita. Es decir, mi trabajo como retratista se oponía por completo a mi vocación como pintor. Y aunque añadiera que lo hacía contra mi voluntad, no podría decirse que me sintiese orgulloso artísticamente.Los encargos me llegaban a través de una pequeña empresa del distrito de Yotsuya, en Tokio, en la que empecé a trabajar con una especie de contrato de exclusividad gracias a la recomendación de un profesor de la facultad. No pagaban un sueldo fijo, pero con varios encargos al mes ganaba lo suficiente para mantener mi vida de soltero. Vivía modestamente. Tenía alquilado un pequeño apartamento cerca de la línea de cercanías Seibu Kokubunji, a las afueras de la ciudad. Cuando podía, hacía tres comidas al día, compraba un vino barato de vez en cuando y alguna vez iba al cine con amigas. Viví de esa manera durante varios años. Cuando ganaba un poco de dinero extra, compatibilizaba mi oficio de retratista con mi vocación de pintor. Los retratos solo eran un trabajo alimenticio. No tenía intención alguna de dedicarme a ello de por vida.Desde un punto de vista estrictamente práctico, la de retratista era una profesión sencilla. Mientras estudiaba, había trabajado por horas en una empresa de mudanzas y también en una de esas tiendas abiertas las veinticuatro horas. Comparado con eso, pintar retratos resultaba mucho más llevadero, tanto física como mentalmente. Una vez aprendidos los trucos del oficio, no tenía más que repetir el proceso. Con el tiempo, acabar un retrato no me llevaba muchas horas. Supongo que debe de parecerse a lo que hace un piloto una vez que conecta el piloto automático.Sin embargo, cuando llevaba un año más o menos dedicándome a pintar retratos, me enteré de que mi trabajo se cotizaba mucho, cosa que no me esperaba en absoluto. Por lo visto, los clientes quedaban muy satisfechos con el resultado. De no haber sido así, lógicamente habría recibido cada vez menos encargos o incluso habría dejado de pintar retratos, pero las cosas iban bien y empezaba a tener una reputación, a ganar cada vez más dinero. El del retrato era un mundo serio y, a pesar de no ser más que un novato por entonces, recibía un encargo tras otro. Mis retribuciones también mejoraron de manera considerable. El responsable de la empresa con quien mantenía contacto estaba impresionado con mi trabajo. Muchos clientes consideraban que en mis retratos había algo especial.Sinceramente, yo no entendía la causa de tanta admiración. Tan solo me dedicaba a despachar un trabajo detrás de otro sin poner en ello un especial entusiasmo. A decir verdad, ya no recuerdo a nadie en concreto de todos a cuantos retraté. Sin embargo, aspiraba a convertirme en un pintor de verdad, y cuando cogía los pinceles y me enfrentaba al lienzo, no podía desentenderme del todo por mucho que se tratase de un tipo de pintura que no iba conmigo. Haber actuado así habría sido lo mismo que despreciar mi talento, menospreciar una profesión que admiraba. Siempre me había cuidado mucho de no pintar nada de lo que pudiera avergonzarme, sin que eso signifique que me sintiera orgulloso de todo cuanto hacía. Quizá pueda considerarse una especie de ética profesional, aunque en realidad no me quedaba más remedio que actuar así.Adelanto del libro “La muerte del comendador”. Libro I del autor Haruki Murakami (Tusquets editores), © 2018 Traducción: Fernando Cordobés y de Yoko Ogihara Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.