LejanoMe estaba moviendo entre ellos como si quisiera encontrar la salida de algún laberinto. El carácter doble de la forma del cuento, leímos juntos del ensayo de Ricardo Piglia, y ya no me sorprendió ver todos aquellos semblantes repletos de acné y la más tierna confusión. Un cuento siempre cuenta dos historias, leímos. Un relato visible esconde un relato secreto, leímos. El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, leímos, y les pregunté si habían entendido algo, cualquier cosa, y era como estar hablándoles en algún dialecto africano. Silencio. Y audaz, impávido, seguí adentrándome en el laberinto. Varios estaban medio dormidos. Otros hacían dibujitos. Una muchacha demasiado flaca jugaba aburridamente con su rubia melena, enroscándose y desenroscándose el flequillo alrededor del índice. A su lado, un chico bonito se la estaba comiendo con la mirada. Y desde el más profundo mutismo, me llegó un retintín de cuchicheos y risas contenidas y chicles masticados y, entonces, como todos los años, me pregunté si esa mierda en verdad valía la pena.No sé qué hacía enseñándoles literatura a una caterva de universitarios, en su mayoría, analfabetos. Cada comienzo de ciclo, ingresaban a la universidad aún emanando un aroma a cachorritos lúgubres. Bastante descarriados pero con la fachosa noción de no estarlo, de ya saberlo todo, de poseer un entendimiento absoluto sobre los secretos que gobiernan el universo entero. Y para qué la literatura. Para qué un curso más escuchando a un pendejo más hablar aún más pendejadas literarias, y cuán maravillosos son los libros, y cuán importantes son los libros, y entonces mejor quítense de mi camino porque me las puedo solo, sin libros y sin pendejos que todavía creen que la literatura es una cosa importante. Algo así pensaban, supongo. Y supongo que, de cierto modo, viendo todos los años su misma expresión de altanería y percibiendo esa misma mirada tan soberbia e ignorante, los entendía perfectamente, y casi les daba la razón, y reconocía en ellos algún rastro de mí mismo. Es como las estrellas. Me di la vuelta y observé a un chico moreno y delgado cuyo frágil semblante, por algún motivo, me hizo pensar en un rosal, pero no en un rosal frondoso, sino en uno triste, seco, sin rosa alguna. Varios alumnos se estaban riendo. ¿Perdón? Es como las estrellas, susurró de nuevo. Le pregunté su nombre. Juan Kalel, dijo igual de quedito, sin verme. Le pedí que nos explicara qué quería decir con eso y él permaneció callado durante unos segundos, como para poner en orden sus pensamientos. Que las estrellas son las estrellas, dijo tímidamente, y otra vez algunas risitas, pero le supliqué que continuara. Pues eso, dijo, las estrellas son las estrellas que nosotros vemos, pero también son algo más, algo que no vemos pero que igual está allá arriba. No dije nada, dándole tiempo y espacio para que profundizara un poco más. Si las ordenamos, entonces también son constelaciones, susurró, que también representan signos zodíacos, que a su vez nos representan a cada uno de nosotros. Le dije que muy bien, pero qué tenía que ver eso con un cuento. De nuevo guardó silencio y, mientras duró ese silencio, me dirigí al escritorio donde había dejado el café con leche y me tomé un sorbo largo y tibio. O sea, dijo con dificultad, como si le pesaran las palabras, un cuento es algo que vemos y podemos leer, pero también, si lo ordenamos, es algo más, algo que no vemos pero que igual está ahí, entrelíneas, sugerido.Los demás alumnos seguían callados, mirando a Juan Kalel como si fuese un bicho raro y esperando mi reacción. Pensé en las implicaciones metafísicas y estéticas de su comentario, en todos los posibles derivados que seguramente ni el mismo Juan Kalel reconocía. Pero no comenté nada. Entre sorbos de café, me limité a sonreírle.Después de la clase, ya de vuelta en el salón de catedráticos, eché más café en mi vasito de cartón y encendí un cigarro y me puse a hojear el periódico, distraídamente. Una profesora de psicología cuyo apellido era Gómez o González se sentó a mi lado y me preguntó qué curso estaba dando. Literatura, le dije. Uy, qué difícil, dijo la señora pero no entendí por qué. Tenía demasiado maquillaje en el rostro y el pelo teñido de un ocre cansado, como el de un micoleón o el de una muñeca olvidada. El borde de su vasito estaba ya todo besuqueado de rojo.¿Y qué están leyendo los niñitos?, preguntó demasiado jovial. Así los llamó, niñitos. Me quedé mirándola con cuanta seriedad e intolerancia cabía en mi mirada y, suspirando una nube de humo, le dije que por el momento sólo algunos cuentos del Pato Donald y Tribilín. Vaya, dijo ella, y no dijo más.*Me pasé los días siguientes pensando en Juan Kalel. Había logrado informarme que estaba cursando, con beca total, el primer año de ciencias económicas. Tenía diecisiete años y era oriundo de Tecpán, una agraciada ciudad de alcachofas y pinabetes en el altiplano occidental del país, aunque decir ciudad sea un tanto excesivo, y decir pinabetes sea un tanto optimista. Todo Juan Kalel desentonaba con el resto de los alumnos de mi curso y, por supuesto, con los de la universidad. Su sensibilidad y elocuencia. Su interés. Su aspecto físico y estatus social. Como en muchas universidades privadas latinoamericanas, la gran mayoría del alumnado de la Universidad Francisco Marroquín proviene de familias adineradas o que se creen adineradas y que entonces también creen tener asegurado el porvenir económico de sus hijos. Los títulos universitarios, por lo tanto, se pueden volver meros embustes decorativos para aplacar protocolos familiares y quedecires sociales. Se podría afirmar sin ningún titubeo que esta actitud desdeñosa y pedante es aún más marcada, aún más obvia, en los alumnos de primer año, a los que yo, con indisputable fatiga, recibía en mi curso. Estoy generalizando, por supuesto, y quizás peligrosamente, pero el mundo sólo se entiende a través de generalizaciones. De cuando en cuando, sin embargo, en medio de toda esa gran masa de falsedad e hipocresía, aparece una estrellita fugaz (para seguir su propia metáfora) como Juan Kalel, que con decir unas breves palabras pone en evidencia no sólo la falsedad e hipocresía de los demás alumnos, sino, a veces, luctuosamente, la del mismo profesor y su viciado sistema académico.SOBRE EL AUTORNacido en Ciudad de Guatemala en 1971, Eduardo Halfon fue nombrado uno de los 39 mejores jóvenes escritores latinoamericanos por el Hay Festival de Bogotá en 2007. En 2011 recibió la beca Guggenheim, y en 2015 le fue otorgado en Francia el prestigioso Premio Roger Caillois de Literatura Latinoamericana. Su última novela, “Duelo”, fue galardonada con el Premio de las Librerías de Navarra (España), el Prix du Meilleur Livre Étranger (Francia) y el Edward Lewis Wallant Award (EE. UU.). En 2018 recibió el Premio Nacional de Literatura de Guatemala, el mayor galardón literario de su país natal.Actualmente reside en París, becado por la Universidad de Columbia. SINOPSISUn abuelo polaco cuenta por primera vez la historia secreta del número que lleva tatuado en el antebrazo. Un pianista serbio añora su identidad prohibida. Un joven indígena maya está desgarrado entre sus estudios, sus obligaciones familiares y su amor por la poesía. Una hippie israelí anhela respuestas y experiencias alucinógenas en Antigua Guatemala. Un viejo académico reivindica la importancia del humor. Todos ellos, seducidos por algo que está más allá de la razón, buscan lo hermoso y lo efímero a través de la música, las historias, la poesía, lo erótico, el humor o el silencio, mientras un narrador —profesor universitario y escritor guatemalteco también llamado Eduardo Halfon— empieza a rastrear las huellas de su personaje más enigmático: Él mismo.MÁS PUBLICACIONES DEL ESCRITOR GUATEMALTECOJL