"Velocidad es... velocidad es estar ahí"
En días pasados tuve la suerte de ir a la Presa de la Vega con la intención de remar en la canoa...
En días pasados tuve la suerte de ir a la Presa de la Vega con la intención de remar en la canoa, cosa que me apasiona y tengo la dicha de hacer frecuentemente. El apacible y sereno paisaje que ahí encontré, llenó de tal manera de paz y de alegría mi espíritu que, olvidándome de mis planes, no tuve más que dejar la canoa y sentarme a disfrutar -solo y en silencio- el bello cuadro que la naturaleza me ofrecía.
(Este bello lugar -que por favor les pido que lo cuiden- es una bonita laguna que está a menos de una hora de Guadalajara por la carretera rumbo a Ameca. Se llega a ella al dar la vuelta por una pequeña brechita perdida y sin señalamiento, a mano derecha subiendo la colina a unos cuantos kilómetros delante de Tala).
Tratando de describir el lugar, debo decirles que aunque se puede llegar en automóvil hasta la orilla, siempre hay que procurar retirarlo para no estorbar al paisaje. En lo personal, bajo la canoa y muevo el auto lo más lejos posible de la orilla, porque el lugar es de verdad digno de cariño y de cuidado. Muchos años así lo he hecho tratando de dar ejemplo. Ojalá de algo haya servido. En fin.
Ese día, a la sombra de los frondosos huizaches que casi llegan a la orilla… el plácido y quieto espejo del agua, parecía ser el sólido basamento de los azules cerros que, allá en el fondo y al poniente de la laguna detenían, aunque fuera por instantes, a los rosas del atardecer. El silencio era prodigioso. La afortunada soledad era proverbial. Un cielo brillante, redondo y magnífico de diferente azul ya lo envolvía todo. Una cosa curiosa (así lo entendí yo) era como si con la potente energía de su brillante azul tratara de recoger el verdor de los lirios de la orilla, para hacer todavía más notoria la pequeña figura del patito negro: como si hubiera alguna duda de quién era el dueño y señor del universo aquel.
Me acordé de Juan Salvador Gaviota, en aquel pasaje cuando su profesor, ya un poco entrado en años, al enseñarle técnicas de vuelo y velocidad, siempre sorprendía al joven discípulo quien, por más que se esmeraba ejecutando intrincadas cabriolas a velocidades inauditas para demostrar sus increíbles capacidades de vuelo, el maestro ya estaba parado ahí en la meta muy sereno, mucho antes que él llegara.
Velocidad amigo 3le decía el maestro- velocidad no es viajar rápido. “Velocidad… es estar ahí” afirmaba con sabiduría.
Recordando esta enseñanza, tomé un bocado de filosofía, bajé mi sillita plegable, los miralejos, cámara, block de notas y con toda la velocidad que me fue posible, me dispuse a disfrutar de las enseñanzas de Juan Salvador en medio de la mayor calma y paz interior que me fue posible.
¡Que maravilla…! ¡Que sorprendente! Estando ahí muy quieto. ¡Todo empezó a suceder a mi alrededor, cómo si todo un gran teatro hubiera estado preparado tan solo para mí!
Unos enormes pájaros de pico curvo, caminaban suavemente entre los lirios sosteniéndose con sus dedos extendidos, mientras se deleitaban comiendo quien sabe que delicadezas del menú de la laguna.
Las garzas blancas, sumergiendo sus largas patas en el fango dejaban volar con el viento las plumas de su copete, y de cuando en cuando arponeaban algún distraído pececillo que pasaba junto a ellas.
Unos hermosos pajarotes grises y muy serios, con su larga pluma amarilla en la cabeza, parados en alguna cerca, miraban atentos igual que yo aquel escenario sorprendente.
Las enormes bandadas de pelícanos blancos, con más seriedad y parsimonia que el resto de los asistentes, sentados impávidos en el agua se movían lentamente casi sin que se notara.
Parecía que todos disfrutábamos de aquel escurridizo sol, que después de haber estado ardiente y despiadado durante la tarde ahora, rendido ante los rosas, tiernos, suaves y dulces como mujeres, se veía amable y esplendoroso y casi sin pedir disculpa, se ocultaba lentamente entre los cerros, antes azules y ahora siluetas, para ir pintando de rosa el cielo, luego de rojo, de naranja, de gris, de amarillo y de yo no sé de que tantos colores que iban haciendo cambiar, quizás sin querer, no lo sé, los colores del paisaje entero.
Los verdes se hicieron más verdes, los grises brillantes del agua se hicieron de un color azul profundo, y los dorados de la breña de los alrededores se hicieron amarillos recalcitrantes. Las garzas blancas que volaban tratando de encontrar sus nidos, se hicieron flechas negras que calmadamente rompían el rojizo cielo del atardecer.
Después aquel alboroto de graznidos, comelitones y revoloteos, todo fue quedando en un hermoso y sobrecogedor silencio que se acentuaba con el croar de alguna rana, que no lo dudo, se engolosinaba con la dicha de vivir en un lugar así.
Meditando sobre la velocidad y rapidez en la que actualmente estamos viviendo, pensé como Juan Salvador Gaviota…
¡Velocidad es… estar ahí!
pedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx