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Una exploración a las limitaciones del poder

Grupo Planeta comparte con los lectores de EL INFORMADOR un fragmento del más reciente libro de Michael Wolff

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Día uno


Jared Kushner, a sus 36 años, se enorgullecía de su capacidad de llevarse bien con hombres mayores. Para cuando Donald Trump tomó posesión se había convertido en el intermediario designado entre su suegro y la élite dominante tal y como estaba conformada: más republicanos moderados, intereses corporativos, los ricos de Nueva York. Tener una línea de comunicación con Kushner parecía ofrecer a una élite alarmada algo de control en una situación volátil.

Varios miembros del círculo de hombres cercanos a su suegro también confiaban en Kushner, y a menudo le expresaban sus preocupaciones en relación con su amigo, el presidente electo.

-Le di buenos consejos acerca de lo que necesitaba hacer, y al día siguiente lo hizo durante tres horas, y, luego, irremediablemente, se sale del guion -se quejó uno de ellos con el yerno de Trump.

Kushner, cuya postura era escuchar y no decir mucho, dijo que entendía la frustración. Estas poderosas figuras trataban de transmitir un sentido de la política en el mundo real, que todos afirmaban comprender en un nivel significativamente más elevado que quien pronto se convertiría en presidente. A todos les preocupaba que Trump no entendiera con qué se iba a enfrentar; que simplemente no hubiera un método suficiente para su locura.

Cada uno de estos interlocutores daba a Kushner una especie de curso sobre las limitaciones del poder presidencial: que Washington estaba diseñado tanto para frustrar y socavar el poder presidencial como para servirlo.

-No permitan que fastidie a la prensa, no permitan que fastidie al Partido Republicano; no amenacen a los congresistas porque los van a joder si lo hacen, y, por encima de todo, no permitan que fastidie a la comunidad de Inteligencia -dijo a Kushner una figura republicana nacional-. Si se meten con la comunidad de Inteligencia van a encontrar una forma de desquitarse y van a tener dos o tres años de investigación sobre lo de Rusia, y todos los días va a filtrarse algo más.

Al sobrenaturalmente sereno Kushner le pintaron una imagen vívida de los espías y su poder, de cómo fueron transmitidos los secretos de la comunidad de Inteligencia a exmiembros de la comunidad o a otros aliados en el Congreso, o, incluso, a personas en la rama ejecutiva y, luego, a la prensa.

Uno de los hombres sabios que ahora hacía frecuentes llamadas a Kushner era Henry Kissinger. Kissinger, que había sido testigo de primera mano cuando la burocracia y la comunidad de Inteligencia se rebelaron en contra de Richard Nixon, describió el tipo de maldades, y más, que la nueva administración podía enfrentar.
«Estado profundo», el concepto de izquierda y de derecha de una conspiración gubernamental permanente por parte de la red de Inteligencia -parte del léxico de Breitbart- se convirtió en un término técnico habitual para el equipo de Trump: ha pinchado al oso del estado profundo.

Se barajaron nombres: John Brennan, el director de la CIA; James Clapper, el director de Inteligencia Nacional; Susan Rice, la consejera de Seguridad Nacional saliente, y Ben Rhodes, el asesor adjunto de Rice y favorito de Obama.

Se pintaron escenarios cinematográficos: una camarilla de esbirros pertenecientes a la comunidad de Inteligencia, enterados de todo tipo de evidencias condenatorias relacionadas con negocios temerarios y sospechosos de Trump, harían imposible, a través de un programa estratégico de heridas lacerantes y vergonzosas y filtraciones distractoras, que la Casa Blanca de Trump gobernara.

Lo que se le dijo a Kushner, una y otra vez, fue que el presidente tenía que hacer enmiendas. Tenía que ponerse en contacto. Tenía que apaciguar. Con gran seriedad se le dijo que no hay que jugar con estas fuerzas.

A lo largo de la campaña, y, todavía de manera más violenta después de la elección, Trump había hecho de la comunidad de Inteligencia estadounidense su blanco -la CIA, el FBI, el CSN, y, en conjunto, 17 agencias de Inteligencia por separado- al tacharla de incompetente y mentirosa. (Su mensaje estaba «en piloto automático», dijo un colaborador). Entre los muchos y diversos mensajes contradictorios de Trump, que no correspondían a la ortodoxia conservadora, este era particularmente sustancioso. Sus argumentos en contra de la Inteligencia estadounidense incluían su información errónea sobre las armas de destrucción masiva que precedió a la guerra de Irak, una letanía Afganistán-Irak-Siria-Libia en tiempos de Obama y otros fracasos de Inteligencia relacionados con la guerra, y, más recientemente -pero, bajo ningún concepto, el menor de todos- filtraciones de Inteligencia relacionadas con sus supuestas relaciones y subterfugios con los rusos.

La crítica de Trump parecía alinearlo con la izquierda que durante medio siglo hizo de las agencias de Inteligencia estadounidenses un ogro. Sin embargo, en un cierto revés, los liberales y la comunidad de Inteligencia estaban ahora alineados en su horror por Donald Trump. Gran parte de la izquierda -que había rechazado de forma estrepitosa y mordaz la evaluación inequívoca que hizo la comunidad de Inteligencia de Edward Snowden como traidor de los secretos nacionales y no como un soplón bienintencionado- ahora, repentinamente, acogía la autoridad de la comunidad de Inteligencia cuando insinuaba las nefastas relaciones de Trump con los rusos.

Trump se encontraba, peligrosamente, desamparado.

De ahí que Kushner pensara que era sensato que una de las primeras órdenes del día de la nueva administración fuera ponerse en contacto con la CIA.

* * *

Trump no disfrutó de su toma de posesión. Había esperado un fiestón. Tom Barrack, el empresario del espectáculo en potencia -además del rancho Neverland de Michael Jackson había comprado Miramax Pictures a Disney junto con el actor Rob Lowe- tal vez declinó la invitación para ser jefe de gabinete, pero, como parte de su participación en la sombra con la Casa Blanca de su amigo, se ofreció a recaudar el dinero para la celebración de investidura y crear un evento que prometió -aparentemente en conflicto con el carácter del nuevo presidente y con el deseo de Steve Bannon de una toma de posesión populista sencilla- que tendría una «suave sensualidad» y una «cadencia poética». Sin embargo, Trump, implorando a sus amigos que utilizaran su influencia para convencer a algunas de las estrellas de máximo nivel que estaban despreciando el evento, comenzó a enojarse y a sentirse ofendido porque las estrellas estaban decididas a avergonzarlo. Bannon, una voz tranquilizante, así como un agitador profesional, trató de argumentar la naturaleza dialéctica de lo que habían logrado (sin utilizar la palabra «dialéctica»). Como el éxito de Trump era inconmensurable, o, ciertamente, más allá de todas las expectativas, los medios y los liberales tenían que justificar su propio fracaso; eso fue lo que le explicó al nuevo presidente.

En las horas previas a la toma de posesión, todo Washington parecía estar conteniendo el aliento. La noche anterior Bob Corker, el senador republicano por Tennessee y presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, abrió sus comentarios como orador principal en una reunión en el Hotel Jefferson con la pregunta existencial: «¿Adónde van las cosas?». Hizo una pausa por un momento, y luego respondió, como si lo hiciera desde un profundo pozo de perplejidad: «No tengo la menor idea».

Fragmento del libro “Fuego y Furia En las entrañas de la Casa Blanca de Trump”, de Michael Wolff, publicado en el sello temas de hoy. ©2018. Traducción: Alma Alexandra García Martínez, María Estela Peña Molatore, Mariana Hernández Cruz, María Teresa Solana Olivares.
Cortesía bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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