La transparencia del tiempo: crónica de una noche oscura
La noche del 4 de febrero de 1968, una ventisca comenzó la tragedia del Iztaccíhuatl que dejó 11 fallecidos, 19 sobrevivientes y dos desaparecidos
No sabíamos si estaríamos vivos al llegar la noche. El frío y la niebla nos hicieron acurrucarnos buscando protección entre las rocas del Farallón, enorme pared de piedra y nieve que permite el acceso a la rodilla de la mujer dormida, el Iztaccíhuatl. Éramos dos excursionistas rezagados del Club Alpino del Instituto de Ciencias de Guadalajara (CAIC).
Cuando uno se queda solo en la montaña aturdido por el sonido de la ventisca pasan por la mente los más inexplicables pensamientos. Nos quedamos solos los dos, porque se desprendió el spiky de Paco Ibarra, el Mocho, que rodó unos metros hacia abajo de una ladera de nieve al borde del camino que nos llevaría a la parte central de la montaña. El spiky es la plantilla de picos que se amarra a la bota para caminar sobre nieve y hielo. Que nadie lo dude, íbamos equipados.
Recuperar el equipo descolgándose uno con una cuerda sostenida por él otro nos tomó demasiado tiempo.Cuando repuestos del percance retomamos el camino descubrimos con asombro que la intensa neblina que empezaba a aparecer nos impedía reconocer la ruta y perdimos la vista de las huellas del resto del grupo. El grupo delante de nosotros siguió avanzando en fila hacia los pechos de la mujer dormida.
La tormenta se desató con fuerza. El viento pegaba hiriendo el rostro y la nieve empezó a cubrir el cuerpo. Refugiados entre las rocas aguantamos un tiempo que pareció eterno. La audacia de Paco hizo que buscara el camino de regreso al refugio. Cuando volvió a buscar la roca de resguardo no vio más que nieve y pensó que se había perdido. Gritó para saber en dónde había quedado yo y su mochila y recuerda que la roca se movió y me levanté blanco cubierto totalmente de nieve. Yo por mi parte, vi a un aparecido completamente blanco. La chamarra de pana que él tenía puesta, el gorro de montaña y su rostro estaban totalmente blancos.
Me encontré frente al hombre de las nieves.
-Ya sé por dónde regresar- me dijo.
Sin idea del tiempo transcurrido empezamos la búsqueda del camino de regreso. Miedo, sí. Saber que podríamos caer y rodar cuesta abajo, también. Sensación de estar perdidos, pues sí. Más bien tiempo de rezar, para poder encontrar con luz el camino al refugio. Alcanzar a bajar de la montaña; imposible.
Seguía creciendo la tormenta que en momentos impedía ver a escasos metros. Nos arrastramos en medio de la niebla. Debe uno de confesarlo, las cosas iban de mal en peor. Las rocas volcánicas y la nieve nos impedían avanzar, bajamos por pasos cortos, titubeantes. Paco y su sangre fría nos salvaron de cualquier mal paso, del cual no hubiéramos sobrevivido.
A cada instante parecía que lo negro nos envolvía. Por allá nada -la sombra absoluta a los lados nos invadía y hacia ciegos-. Era como aquel pasaje que acababa de leer en el Viaje al Centro de la Tierra de Verne -Igual, no queríamos, no podíamos intentar un descenso vertical, buscábamos bajar en diagonal.
No recuerdo cuánto nos tomó el descenso inicial. A gatas, con las uñas, entre piedra y nieve desandamos lo que habíamos escalado durante horas luminosas. Antes de que se hiciera de noche, con lámparas de mano y agotados llegamos al pequeño refugio de metal conocido como El Iglú. Eso nos salvó la vida.
Nos envolvió la noche oscura
La noche del 4 al 5 de febrero de 1968 la pasamos Paco Ibarra y yo resguardados en el refugio, cual náufragos, bajo una fuerte ventisca que hacía que entrara la nieve y el sonido feroz de la montaña en un espacio de pocos metros. La naturaleza sacudió su furia como pocas veces recuerda uno en su vida.
Al día siguiente al amanecer, arriba, en la parte más alta del farallón entre las rocas y la nieve vimos puntos de colores que se movían lentamente. El resto del grupo no había bajado como lo suponíamos, habían pasado la noche en medio de la tormenta. En ese momento no sabíamos la dimensión de la tragedia. Iniciamos un descenso lento, agotador y esperanzado por volver a los llanos planos, al campamento base, a casa.
Esa mañana amaneció con un brillante cielo azul que duró hasta el mediodía. El día empezaba así, y nadie podría predecir como terminaría. Diré una cosa, renací y crecí desde allí, en aquella parte de la montaña, a pesar de que en la noche del Iglú, me sintiera como un extranjero, como si no perteneciera a ninguna parte.
Si la subida había sido solo ilusión y entusiasmo, la tormenta, miedo y puro instinto de supervivencia, la noche resistencia y desazón, la bajada fue una mezcla de desesperación y ayuda mutua.
Bajamos como pudimos, en shock y sin saber aún que estaba pasando. Fue hasta mucho tiempo después que nos enteramos que había tres listas; 11 fallecidos; 19 sobrevivientes y 2 desaparecidos, nosotros.
Al bajar se quedó perdido parte de mi equipo para escalar o quizás desde la tarde en que empezó la tormenta, así que me quede sin fotos. El descenso desde el refugio fue más seguro y confiado porque nos acompañó durante un buen trecho un grupo de alpinistas de Puebla que llegó al Iglú durante la noche. Bajamos encordados una buena parte del camino de piedras, con menos nieve y con un aire limpio; azul transparente, en el que se formaban cerca de las paredes de roca remolinos de viento fresco que animaban a moverse. Hubo un momento en que nos separamos Paco y yo, él tenía más energía para avanzar más rápido. Al continuar la caminata solo, ya nada era tan apremiante como cuando bajábamos en grupo. Ahora el tiempo transcurría de otra forma, lo sentía con otro ritmo, más lento.
-Haré todo lo que pueda para llegar hasta abajo, me decía -pero advertía que ya no tenía la misma fuerza.
-Nos queda un tramo largo aún, había dicho Paco antes de desaparecer por una cañada.
-Tú sigue -creo le animé- seguro de que estaría bien.
Entonces, por primera vez mire hacia abajo, en absoluta soledad, la larga y profunda perspectiva del vacío que me esperaba. Saldremos de esta -me repetía- y seguí despacio.
Ya no miré hacia atrás, no había a donde ir, crucé como un paso fronterizo las cañadas menos escarpadas y continué adelante. Creía recordar por donde se encontraba el campamento base.
Después de un par de horas llegué a las planicies sembradas de matorrales bajos de montaña y vi a lo lejos que algunas figuras me hacían señales y corrían hacia mi encuentro con muestras de alegría y primeros auxilios. Reconocí rostros familiares y entre llantos y abrazo me sentí renacido. No dejamos de señalar hacia los senderos enredados y hacía lo alto, buscando algún indicio de los faltantes.
¿Cómo describir lo vivido?
Durante años me aparece la imagen de la niebla cerrando la visión del camino, invadiendo y arrastrando a uno a otra dimensión. En cualquier momento en que aparece niebla hasta el día de hoy revive aquel momento en que el latido de la vida se detenía, que se tenía que respirar a bocanadas desordenadas y que el miedo que nos invade podía ser el de la agonía y preguntarse también si es así como se termina todo. Y resignarse, pues la muerte, si llega, no hará sino poner punto final, y nada más.
Pero no, no fue así para todos. Están los que además sufrieron de otra forma. Ellos son los 19 sobrevivientes que se quedaron arriba, entre las rocas, atrapados porque la tormenta no les permitió volver al refugio. Para unos, sólo quedó esperar que llegara el día y con él, volviera pensamiento y vida. Para otros, un trago largo de ron y leche condensada para resistir la helada. Para otros más no había manera de lograr dormir un poco. El peligro era dejarse ir.
-Cuéntense, otra vez- se dijo. Ya no respondieron algunos Entraron en la noche oscura.
*Miguel Díaz Reynoso es diplómático, sobreviviente de la tragedia del Iztaccíhuatl.
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