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Llamados por el amor, para el amor

Jesús nos traza la ruta por la cual hemos de dirigir ese acto de amor: a Dios primero  -“con todo el corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”-,  al prójimo y a uno mismo después

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Ex 22, 20-26.

«Esto dice el Señor a su pueblo: "No hagas sufrir ni oprimas al extranjero, porque ustedes fueron extranjeros en Egipto. No explotes a las viudas ni a los huérfanos, porque si los explotas y ellos claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor; mi ira se encenderá, te mataré a espada, tus mujeres quedarán viudas y tus hijos, huérfanos.

Cuando prestes dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo, no te portes con él como usurero, cargándole intereses.

Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, devuélveselo antes de que se ponga el sol, porque no tiene otra cosa con qué cubrirse; su manto es su único cobertor y si no se lo devuelves, ¿cómo va a dormir? Cuando él clame a mí, yo lo escucharé, porque soy misericordioso"».

SEGUNDA LECTURA

1 Tes 1, 5c-10.

«Hermanos: Bien saben cómo hemos actuado entre ustedes para su bien. Ustedes, por su parte, se hicieron imitadores nuestros y del Señor, pues en medio de muchas tribulaciones y con la alegría que da el Espíritu Santo, han aceptado la palabra de Dios en tal forma, que han llegado a ser ejemplo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya, porque de ustedes partió y se ha difundido la palabra del Señor: y su fe en Dios ha llegado a ser conocida, no sólo en Macedonia y Acaya, sino en todas partes; de tal manera, que nosotros ya no teníamos necesidad de decir nada.

Porque ellos mismos cuentan de qué manera tan favorable nos acogieron ustedes y cómo, abandonando los ídolos, se convirtieron al Dios vivo y verdadero para servirlo, esperando que venga desde el cielo su Hijo, Jesús, a quien él resucitó de entre los muertos, y es quien nos libra del castigo venidero».

EVANGELIO

Mt 22, 34-40.

«En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?"

Jesús le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas».

Llamados por el amor, para el amor

En el evangelio de hoy, Jesús nos señala la misión de nuestra vida; hemos sido llamados a la existencia por el Amor y para el amor, de ahí que todo nuestro quehacer se debiera resumir en esta palabra: amar.

San Agustín afirmó alguna vez, “ama y haz lo que quieras”, una afirmación que expresa la libertad y plenitud total que experimenta una persona cuando ella toda se afianza en el amor, sin embargo, frase que puede tornarse peligrosa si se saca de contexto de lo que es verdaderamente amar. El amor dirá San Pablo, “es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca”.

Recuerdo la definición de un sacerdote respecto al amor parafraseando a San Juan Pablo II, “el amor es la decisión libre y determinada de hacer el bien a la persona amada, aunque al final eso no cause placer”. Esto es precioso y “calador”, el amor de verdad me empuja a mirar al otro, a “no redondearme la vida” pensando sólo en mis intereses, sino desear y poner los medios para hacer el bien al otro. El ser humano tiende al bien y lo busca, lo necesita, tiende a un amor infinito, completo, cuando vive así, buscando hacer el bien en todo -y dejándose recibirlo-,  ya ama, ya es feliz. De ahí que también San Agustín afirmó,  “nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.

Para no perdernos, Jesús nos traza la ruta por la cual hemos de dirigir ese acto de amor: a Dios primero  -“con todo el corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”-,  al prójimo y a uno mismo después. Van unidos, uno se manifiesta al otro y viceversa.

Dios nos muestra cómo ha de ser este amor, pues “Él nos amó primero” (1 Juan 4,19). Nos ha regalado la existencia para mostrarnos todo lo que ha sido y es capaz para hacernos volver a Él, para devolvernos la felicidad absoluta para la que hemos sido pensados y llamados en la eternidad.

Amarle es corresponder -de una manera imperfecta, claro está- a dicho amor; un acto de valentía de poner por encima del qué dirán, de los propios juicios, de los caprichos, la relación con Él y la fidelidad a Su voluntad en los acontecimientos ordinarios de nuestra vida. Otra manera muy concreta es amarle también a través de los hermanos. En otro momento Jesús dirá, “si alguno dice: yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto”. Buscar el bien del hermano a través de la paciencia, el trato amable, evitando la crítica y la murmuración, acrecentando la caridad, alegrándome de sus logros y entristeciendo con él en sus fracasos son ejemplos de cómo en el día a día podemos concretar dicho amor.

De tierra y promesas

La tierra prometida es un pretexto preterido para justificar los genocidios. El Dorado animó la masacre de quienes no podían revelar el lugar donde el oro brotaba como el agua, porque esa tierra surgió de retorcidos laberintos mentales y jamás existió sobre la tierra. La conquista de la tierra prometida a Abraham llevó, cientos de años después, a poner un sitio que incluyó el derribo de muros y acabó con todo lo que dentro de ellos había. La tierra prometida es el amuleto de estados nacionales que se han creado con la ilusión de patrias homogéneas dentro de las cuales se ha negado la diversidad y la diferencia.

La bíblica tierra prometida dio paso a una operación que ha pretendido borrar de la superficie terrestre a los habitantes cuyos relatos fundacionales no tuvieron la potencia suficiente para convencer a los estados agrupados en la Organización de las Naciones Unidas. Se reconoció a un estado y se desconoció la vida y el entorno de los pueblos que no tuvieron la fortuna de basar su vida en el canon judeocristiano, sino en cánones propios de los pueblos del desierto. Otras tierras prometidas, como el paraíso comunista o el paso de cometas tripulados por suicidas, nos han dejado una estela que huele mal, que apesta a violencia y que factura la muerte.

Pero seguimos creyendo en barbaridades que nos alejan de aquello que tenemos a la mano. Que nos lanzan al mundo de abstracciones capaces de justificar situaciones de sumisión: la madurez es la tierra prometida del inmaduro, el crecimiento económico nutre las restricciones laborales, la seguridad se afianza sobre las balas, los recursos se defienden con ejércitos y maquinaria, el terrorismo se combate con la certeza de las armas del mundo civilizado. Tierras prometidas que alimentan la venganza y el odio. Por eso, quizá para no seguir inventando paraísos que devengan infiernos, un ángel invitó a los seguidores de Jesús a no seguir mirando hacia el cielo.

José Rosario Marroquín, SJ - ITESO

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