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Evangelio de hoy: ¿A quién iremos?

Jesús nos ofrece su carne y su sangre en la Eucaristía para fortalecernos y que no desfallezcamos en nuestro esfuerzo

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Js 24, 1-2a.

«En aquellos días, Josué convocó en Siquem a todas las tribus de Israel y reunió a los ancianos, a los jueces, a los jefes y a los escribas. Cuando todos estuvieron en presencia del Señor, Josué le dijo al pueblo: "Si no les agrada servir al Señor, digan aquí y ahora a quién quieren servir: ¿a los dioses a los que sirvieron sus antepasados al otro lado del río Eufrates, o a los dioses de los amorreos, en cuyo país ustedes habitan? En cuanto a mí toca, mi familia y yo serviremos al Señor".

El pueblo respondió: "Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a otros dioses, porque el Señor es nuestro Dios; él fue quien nos sacó de la esclavitud de Egipto, el que hizo ante nosotros grandes prodigios, nos protegió por todo el camino que recorrimos y en los pueblos por donde pasamos. Así pues, también nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios"».

SEGUNDA LECTURA

Ef 5, 21-32.

«Hermanos: Respétense unos a otros, por reverencia a Cristo: que las mujeres respeten a sus maridos, como si se tratara del Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es su cuerpo. Por lo tanto, así como la Iglesia es dócil a Cristo, así también las mujeres sean dóciles a sus maridos en todo.

Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola con el agua y la palabra, pues él quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada.

Así los maridos deben amar a sus esposas, como cuerpos suyos que son. El que ama a su esposa se ama a sí mismo, pues nadie jamás ha odiado a su propio cuerpo, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola cosa. Éste es un gran misterio, y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia».

EVANGELIO

Jn 6, 60-69.

«En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: "Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida". Al oír sus palabras, muchos discípulos de Jesús dijeron: "Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?"

Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: "¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen". (En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo habría de traicionar). Después añadió: "Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede".

Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: "¿También ustedes quieren dejarme?" Simón Pedro le respondió: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios"».

¿A quién iremos?

Las lecturas de este domingo vigésimo primero del tiempo ordinario nos interpelan acerca de seguir a Cristo en la construcción de su Iglesia. ¿También ustedes quieren dejarme? Había crecido la incomprensión y la hostilidad entre las autoridades religiosas, la muchedumbre y muchos de los discípulos que seguían a Jesús por sus milagros, porque les daba de comer; pero no comprendían la clase de reino que les ofrecía, reino que no era de este mundo, con ejércitos y palacios.

Ya había sucedido -como vemos en la primera lectura- en tiempo de la llegada a la tierra prometida, cómo Josué interpela al pueblo escogido en nombre de Dios y propone una opción fundamental en la que debe elegir a Yahvé como su Dios, con todas sus consecuencias. El pueblo responde: Serviremos al Señor porque él es nuestro Dios. 

Ahora, como a los apóstoles y después de haber recibido el rechazo de la multitud y de muchos de los discípulos (Jesús sabía que esto iba suceder), se dirige a nosotros y nos pregunta: ¿También ustedes me van a abandonar? Muchos de los discípulos han abandonado a Jesús en los tiempos actuales. No han alcanzado a conocer debidamente que Jesús nos ofrece la vida eterna comprada con su muerte en la cruz. Hay muchas distracciones que impiden volver la mirada hacia Dios. Sólo se hace cuando hay graves necesidades: la muerte de un ser querido, una pandemia, un accidente, una hambruna, una guerra. 

Los Apóstoles, con la voz de san Pedro, responden: ¿A dónde iremos, si tú tienes palabras de vida eterna? Veamos cómo vamos a responder nosotros que somos los elegidos del Señor que nos ha llamado como a los Apóstoles para predicar su palabra, que hemos recibido la Fe como un gran don que nos ayuda a cumplir con nuestra misión. 

Jesús nos ofrece su carne y su sangre en la Eucaristía para fortalecernos y que no desfallezcamos en nuestro esfuerzo. Acudamos a Él; si no, ¿a quién iremos?

Javier Martínez, SJ-ITESO

“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”

La propuesta de Jesús es siempre radical, radical porque apunta a la raíz de nuestra existencia, al propósito y sentido de nuestra vida. Jesús escandaliza a sus discípulos cuando llega al “extremo” de afirmar que quien no come su carne ni bebe su sangre no tendrá la vida eterna. Pero ... ¿Acaso el sentido de nuestra vida no exige radicalidad?

El amor de Dios por nosotros es perfecto, radical, extremo, Jesús el Hijo de Dios, no sabe amar a medias, se da entero, se nos da en su carne y en su sangre. Para eso nos ha creado Dios, para amarnos al extremo y habitar en nosotros, pero el amor tiene una característica: el amor es libre y por eso solo puede proponerse y no imponerse.

Para que el hombre pueda tener vida eterna (que Dios habite en él) tiene que aceptar y responder libremente a este don que Dios le hace, y la respuesta implica reciprocidad, establecer un vínculo de amor con Dios “hasta el extremo” para que el habite en nosotros y nosotros en Él (“el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él”). En esto consiste el sentido de nuestra vida: en sabernos y experimentarnos amados por Dios de manera personalísima, y de la misma manera saber que nuestro modo de amar a Dios es también único e irrepetible y que en el modo de amarlo encontramos el sentido de nuestra existencia.

¿Cómo descubrir cuál es mi modo de amar a Dios? O lo que es lo mismo: ¿Cuál es el sentido de mi vida?

A amar se aprende, y como en todo proceso de aprendizaje, necesitamos ir poco a poco. Jesús vino a enseñarnos a amar, y como buen Maestro nos lo mostró no solo con teoría, sino con su propia vida, para que siguiendo su ejemplo podamos descubrir nuestra manera personal de amar. Ya lo dijo Jesús cuando lo cuestionaron acerca del mandamiento más importante: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,37-39).

Esta es la propuesta, amar como Dios ama, por esto es importante conocer a Dios y conocerse a uno mismo, pues nadie ama lo que no conoce. Para conocer a Dios el medio más eficaz es la oración, el diálogo constante con Él, y también la lectura de la Sagrada Escritura, pues ésta contiene la revelación que Dios ha hecho de sí mismo al hombre, especialmente los evangelios, que nos transmiten la vida y obras de Jesús.

Este conocimiento de Dios nos llevará también al conocimiento de nosotros mismos, pero ojo, no es solo un conocimiento intelectual, sino un conocimiento personal, en el que se implican todas las dimensiones de nuestro ser: intelectual, corporal y afectiva.

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