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El fin de una época

Las elecciones de este domingo sepultan el régimen que nos heredó la transición a la democracia

El sistema político que nació del fraude de 1988, los magnicidios de 1994 y las reformas de Ernesto Zedillo agoniza. Murió el tripartidismo, que en 2012 reunía la simpatía del 90% de los mexicanos y, si las encuestas registran adecuadamente el sentimiento popular, hoy tendrán el apoyo de menos de cuatro de cada 10 ciudadanos. En un lustro, se desmoronó el sistema de partidos. El PAN no será lo que fue. El PRI tendrá que reconvertirse o morir. El PRD parece tener más pasado que futuro, y la recomposición del sistema de partidos es innegable.

Dice Bertolt Brecht: “La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y cuando lo nuevo no acaba de nacer.” No sabemos qué nacerá el día de hoy. Lo intuimos por las encuestas y el contraste entre los discursos triunfalistas de unos y la narrativa lúgubre de otros. Lo que sí sabemos es que se cierra el telón de una época. Los comicios que han marcado la historia del país son 1988, 1997, 2000, 2006. Cada una modeló el sistema que tenemos en la actualidad. Los equilibrios políticos que emerjan de la contienda que se decide hoy simbolizarán el advenimiento de un nuevo orden político, tanto a nivel nacional como a nivel estatal.

Los equilibrios de este nuevo tiempo político se definen en la Presidencia de la República, pero también en el Senado, la Cámara de Diputados, las gubernaturas que están en juego y en las alcaldías. Hay quien considera que vamos a un sistema con un partido cohesionado -Morena- y una fragmentación del resto de los partidos políticos nacionales. Un horizonte en donde el jefe del Ejecutivo podrá usar su mayoría en el Congreso para esculpir el nuevo régimen que es consecuencia del voto de 2018. Que, ante la debilidad del tripartidismo, el nuevo presidente podría encontrarse con un poder inusitado.

No comparto del todo dicha interpretación. Morena podría ser el jugador más cohesionado y fuerte del nuevo sistema de partidos, pero la fragmentación es innegable. Las encuestas señalan, casi por hecho, que habrá nueve partidos con representación en el Congreso. Y no sólo eso, en las gubernaturas también habrá una fragmentación nunca vista: el PAN podría alcanzar 10 u 11 gubernaturas; el PRI quedarse con nueve o máximo 10 entidades; Morena con cinco o seis estados, y el resto diseminado en alianzas. El federalismo mexicano se fincó sobre el intercambio de lealtad e impunidad entre el presidente y los gobernadores, un pacto que podría romperse en un contexto de tanta fragmentación.

Gane la candidatura de Andrés Manuel López Obrador o la de Ricardo Anaya, estamos frente a una especie de segunda transición. La primera enfatizó la construcción de instituciones electorales y la defensa del voto de los ciudadanos. Tras décadas de fraude y control político de las elecciones, la autonomía de la autoridad electoral era fundamental, la ciudadanización de las elecciones, la competencia entre partidos políticos y la equidad de la contienda eran imperativos ineludibles. Cada uno de esos elementos siguen siendo relevantes, pero hoy lucen a toda luz insuficientes.

La segunda transición se jugará en un terreno distinto: el de los privilegios, el combate a la corrupción y la impunidad, y el de la desigualdad que nos deja años y años de transición política, pero con un sistema económico que da pocos resultados para las mayorías. Quien arribe a Los Pinos tendrá presión por dar resultados rápidos desde el plano simbólico. Desmantelar privilegios de la clase política, adelgazar la democracia, reducir salarios de la burocracia, detener el despilfarro. Ninguna de esas medidas trastoca las estructuras económicas que tienen como consecuencia que México sea un país altamente desigual y con 53 millones de ciudadanos en la pobreza. Empero, desmantelar la red de privilegios que separa a la clase política del común de la ciudadanía es el primer paso para recobrar el vínculo entre gobiernos y ciudadanía.

De la misma forma, el combate a la corrupción y la impunidad marcarán esta nueva transición. El sexenio de Enrique Peña Nieto que políticamente concluye hoy a las 23 horas cuando el INE comunique los resultados del conteo rápido y adelante el ganador de la contienda presidencial, será recordado como el periodo de la corrupción protegida. Aquél en donde las instituciones se pusieron al servicio de la corrupción y los objetivos políticos de la Presidencia y el PRI. El bochorno de la Secretaría de la Función Pública y su indulto a Peña Nieto, antes siquiera de investigar el presunto conflicto de interés detrás de la Casa Blanca. O la utilización de la PGR para golpear a adversarios y premiar a aliados. Las estafas maestras y la impunidad manifiesta a los gobernadores corruptos. Peña Nieto no es el único responsable del desmoronamiento del sistema de partidos, pero es innegable que su tolerancia a la corrupción pavimentó el camino.

En términos políticos, hoy nacerá un nuevo país. El sistema político que emerge se finca más en las personas que en los partidos; será más fragmentado, a pesar de lo que algunos quieren creer; será más ideológico que el de la transición; dividirá menos al país en Norte y Sur. Todo camino nuevo sabemos dónde empieza, pero nunca sabemos en donde acaba. Estamos frente a historia viva. Lo que resulta innegable es que ninguna democracia puede funcionar con ciudadanía pasiva y desmovilizada. La fragmentación no es sólo de la representación partidista, sino que vivimos desde mediados del calderonismo, una irrupción de agendas de la sociedad civil que marcaron el sexenio de Peña Nieto y que redactaron su epitafio. La primera transición fue esencialmente un pacto entre élites para acordar las reglas del nuevo tiempo y fragmentar el poder. La segunda será la que catapulte a México hacia una democracia de calidad si la ciudadanía entiende su papel en el nuevo tiempo. No hay fórmulas mágicas.

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