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Compartir la misericordia de Dios

En nuestra cotidianidad como cristianos, estamos invitados a imitar a Jesús de tal manera que logremos en el mejor de los casos compartir la Misericordia que de Dios hemos experimentado

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA

Is 43, 16-21

«Esto dice el Señor, que abrió un camino en el mar
y un sendero en las aguas impetuosas,
el que hizo salir a la batalla
a un formidable ejército de carros y caballos,
que cayeron y no se levantaron,
y se apagaron como una mecha que se extingue:

“No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo;
yo voy a realizar algo nuevo.
Ya está brotando. ¿No lo notan?

Voy a abrir caminos en el desierto
y haré que corran los ríos en la tierra árida.
Me darán gloria las bestias salvajes,
los chacales y las avestruces,
porque haré correr agua en el desierto,
y ríos en el yermo,
para apagar la sed de mi pueblo escogido.
Entonces el pueblo que me he formado
proclamará mis alabanzas”».

SEGUNDA LECTURA

Flp 3, 8-14

«Hermanos: Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él, no porque haya obtenido la justificación que proviene de la ley, sino la que procede de la fe en Cristo Jesús, con la que Dios hace justos a los que creen.

Y todo esto, para conocer a Cristo, experimentar la fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarme a él en su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos.

No quiero decir que haya logrado ya ese ideal o que sea ya perfecto, pero me esfuerzo en conquistarlo, porque Cristo Jesús me ha conquistado. No, hermanos, considero que todavía no lo he logrado. Pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo».

EVANGELIO

Jn 8, 1-11

«En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba.

Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?”

Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.

Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él.

Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”».

Compartir la misericordia de Dios

El Evangelio de este Domingo nos presenta a Jesús que -sin juzgarla- rescata a una mujer de una muerte casi segura. Frente a la dureza de sus adversarios, Él ofrece una lección ejemplar de lo que significa la misericordia Divina. En nuestra cotidianidad como cristianos, estamos invitados a imitar a Jesús de tal manera que logremos en el mejor de los casos compartir la Misericordia que de Dios hemos experimentado en determinado punto de nuestra historia personal de encuentro con Dios. Para ello conviene considerar tres momentos de manera puntual con el propósito de seguir creciendo espiritualmente en este momento especial de Cuaresma, tiempo de Gracia.

Primero. Considerar a la luz del Evangelio el cómo nuestro actuar la mayoría de las ocasiones es también, en medio de todos: cuántas veces tú y yo nos ponemos con el dedo acusador. Eso de estar juzgando el actuar de otros, como si tu o yo no tuviéramos debilidades o errores. Cuántos hoy nos creemos más santos que otros y, en el fondo, la única diferencia es que ese otro tiene pecado que se hizo público o se ve, y capaz que el tuyo no se ve o aún no se descubrió, pero está causando mayor mal. Esta situación trae consigo el serio compromiso de evitar poner en el medio a alguna persona, no señalemos con un dedo porque como se dirá coloquialmente hay tres que te apuntan a ti.

Segundo. Jesús empezó a escribir en el suelo, y con ese gesto tú y yo podemos iluminar nuestra vida hoy de manera especial: san Agustín, comentando este Evangelio, dirá que Jesús estaba escribiendo los pecados de los que querían apedrearla, como diciendo «¿Ustedes la quieren apedrear, que tienen este pecado?». Es por ello que hoy, en este último tramo de Cuaresma, la mayor grandeza es que dejemos de lado ese juzgar a los demás y esa actitud aduanera de andar diciendo quién sí y quién no. Todos como seres limitados, no acabados nos hemos de reconocer imperfectos y siempre necesitados de la Gracia de Dios.

Tercero. Jesús expresa con toda claridad, no te condeno: esta mujer que narra el Evangelio, quedó sorprendida por el actuar de Jesús. Cuántos de nosotros nos ponemos como cura a toda enfermedad o solución al problema de los demás, hemos actuado al revés, hemos apedreado con nuestra actitud o palabras. No hemos sido una Iglesia que sea ese hospital de campaña que acoge al herido y lo cura. Hemos pasado a ser como un club donde ponemos condiciones para que entren.

Hoy, por lo tanto, hagamos conciencia y seamos una Iglesia que abrace y sane, que levante a ese hermano o hermana caídos y sepa mirar a los ojos, dando y devolviendo eso tan hermoso que nos dio Dios, que es la dignidad de ser todos hijos y de descubrirnos todos como hermanos.

De la irracionalidad de la violencia a la conducta compasiva del perdón y la reconciliación

El domingo pasado el Evangelio de Lucas (15, 1-32) relata la parábola “del Papá que ama sin medida”, que así le llamo yo a la del Hijo Pródigo, una enseñanza que invita a que hagamos como el Padre, cuya misericordia excede nuestra comprensión y a no a repetir el actuar de los hijos: la sumisión del mayor y la rebeldía del menor. Hoy el Evangelio, Jn8, 1-11, insiste para los que nos decimos cristianos en que actuemos en el amor sin medida, con una conducta compasiva, perdonadora y reconciliadora. Ahora más que nunca es impostergable ascender a esa actitud compasiva. Cotidianamente, desde que el sol sale sobre el horizonte y hasta el ocaso en que se oculta, la narrativa que tiende a predominar en las personas, los pueblos y países es de violencia. La palabra al igual que los gestos comunica agresión; la mano indistintamente sostiene y empuña un arma, lanza una piedra o activa el botón del conflicto y la guerra.

Los hechos indican que el manejo inadecuado de la violencia sigue siendo la estrategia de resolución de conflictos y desacuerdos, ejemplos: Ucrania; Zinapécuaro, Michoacán, y la última edición del Oscar en la cual la bofetada refleja la manera de resolver una ofensa; comportamiento irracional que pone de manifiesto la ley del talión -ojo por ojo y diente por diente- en todos los casos.

El actuar compasivamente, lejos de castigar y condenar, recupera y restaura a las personas víctima y victimaria. La Justicia Restaurativa, como marco de referencia de la compasión, incorpora dos grandes columnas: la verdad y la justicia.  De manera análoga se asemeja a los arcos romanos que tienen como cuña una piedra angular llamada para estos fines: diálogo-acuerdo entre las partes. Ante la petición de apedrear a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, la Palabra de Jesús: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”, y el “yo no te condeno, vete y no peques”, muestra que la compasión, el perdón y la reconciliación garantizan la paz sostenible y duradera.

Javier Escobedo, SJ - ITESO

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