Rupturas
López Obrador comienza a perder la transversalidad y su discurso es el origen
"Al filo de la democracia” es un documental desgarrador que transmite Netflix. La historia política contemporánea de Brasil (2003-2018) contada por una cineasta a través de sus propios ojos y la historia de su familia. El relato conmueve: la cineasta cuenta que sus padres fueron activistas contra la dictadura y torturados durante años. Sus abuelos, al contrario, grandes oligarcas brasileños que se beneficiaron de la dictadura militar y luego fueron entusiastas promoventes de la llegada de Jair Bolsonaro al Palácio do Planalto. El relato es desgarrador porque ves cómo la corrupción, los intereses, la polarización y la irresponsabilidad destruyen a un país. Es difícil no derramar alguna lágrima frente a las imágenes que muestran un país roto y en donde tu vecino es el enemigo a someter simplemente por pensar distinto a ti.
La democracia nace para evitar eso. Para evitar que nos matemos por pensar diferente. Es nuestro método civilizado para resolver las diferencias que tenemos. La democracia tiene muchos bemoles, defectos y contradicciones, pero es la única vía que conozco para dirimir las diferencias políticas en un marco de paz, diálogo y deliberación. En democracia, quien no piensa como tú no es un enemigo. El fascismo es su oposición: concibe al adversario como un blanco al que hay que exterminar sin miramientos. Eso no quiere decir que la política no sea confrontación -lo es en esencia-.
El Presidente Andrés Manuel López Obrador siempre ha tenido un discurso de confrontación (menos en aquellos días de la República Amorosa en 2012). El mandatario visibiliza a los que él define como sus adversarios. Los llama conservadores, neoliberales, fifís. Primero como estrategia para mantener una amenaza viva (porque los partidos políticos no son oposición hoy en día), cohesionar a su base y culpar a alguien de la inestabilidad. Sin embargo, el discurso de confrontación no sólo golpea a la oposición, a los columnistas, empresarios o medios de comunicación no afines a él, sino que también va calando en la sociedad. Las encuestas ya empiezan a notar dicho desgaste narrativo.
Hace un año, López Obrador ganó la Presidencia con una transversalidad inusitada. El ahora mandatario ganó entre pobres y ricos, en la clase media, entre los que sólo estudiaron primaria y los que estudiaron posgrados; entre los que vivían en el Norte y en el Sur, en el Bajío y en el Golfo. Sólo se le escapó Guanajuato. Incluso, el discurso de la corrupción, como eje explicativo de todo lo que sucede negativo en México, le permitió trascender su techo electoral. Se fue el miedo a la implantación del bolivarianismo en México e incluso el 10% más rico del país votó por López Obrador.
Sin embargo, un año después, dicha transversalidad social y territorial comienza a mostrar signos de agotamiento. Por ejemplo, de acuerdo con Consulta Mitofsky, López Obrador sigue teniendo más del 60% de aprobación, pero ya existe una región (Occidente/Centro) en donde hay más ciudadanos que desaprueban la gestión de AMLO (56/44%). El Presidente ha perdido, de acuerdo con El Financiero, respaldo en el Noreste del País y entre aquellos electores que no se declaraban lopezobradoristas al inicio del sexenio. Por hacer una comparación, entre diciembre y julio, el presidente perdió 14 puntos de apoyo entre electores priistas y 23 puntos entre aquellos que se definen como panistas. De la misma forma, el rechazo a su gobierno se duplicó entre aquellos ciudadanos que se definen como apartidistas (18-37%).
Algo similar sucede con las clases socioeconómicas. Lo explicó bien Sabina Berman en El Universal y la cito: “cuando hoy el Presidente López Obrador habla ante el micrófono de sus conferencias mañaneras de los fifís, aún si entre las sienes piensa en la minoría rapaz, lo que el país entero escucha es que abofetea simbólicamente a la esforzada clase media. Y parece entonces un sinsentido. La clase media no puede ser el enemigo a vencer para un Gobierno que se dice de izquierda”. Las propias encuestas de valoración presidencial ya muestran un alejamiento de las clases medias con respecto al discurso presidencial.
Una cosa es denunciar el privilegio. Sí, como tal. Decir que existe una élite en este país que se construyó con influencias, relaciones y con favor públicos. Incluso, que en este país el apellido cuenta más que las capacidades, que origen es destino -en la mayoría de los casos- y que la política debe visibilizar dichas exclusiones. Sin embargo, otra cosa es señalar de fifí a todo aquél que se distancia mínimamente de las tesis del Gobierno o que tiene un determinado modelo de vida. La clase media sostiene al Estado -no las empresas ni los grandes oligarcas- y creo que el Presidente al confrontar con ellos sólo diluye la transversalidad que lo llevó a Palacio Nacional. El capital político debe servir para cambios estructurales, reformar la seguridad social, las pensiones, los programas de desarrollo, la estructura fiscal. Es una tontería dilapidarlos en calificativos inútiles.
Y la oposición también es y ha sido irresponsable durante estos siete meses. Se queja mucho de los calificativos que pone el Presidente, pero ¿y ellos? ¿No le dicen mesías, autócrata, dictador, tirano, totalitario, loco? ¿Tienen algún otro proyecto que no sea agitar el miedo? O la comentocracia más agresiva con las posturas del Presidente, ¿no le dicen populachero? ¿No califican a su base de simpatizantes de acarreados? ¿No descalifican, con más adjetivos que ideas, lo que representa López Obrador para muchos mexicanos? El país no se va a acabar en este sexenio, la responsabilidad política es fundamental para que en un lustro no tengamos un país dividido en dos mitades que no pueden irreconciliables. Necesitamos, más que nunca, talante democrático del oficialismo, pero también de la oposición, los medios de comunicación y la élite económica.
Lo que nos deja ver el caso brasileño es que la irresponsabilidad del Gobierno, y también de la oposición, terminó por fracturar a un país que decidió abrirle los brazos a un fascista. Es cierto que el consenso es una idea trampa, pero sí la oposición no despierta y comienza a dibujar alternativas de país, y no siempre azuzar con la bandera del miedo, el debate puede terminar en encono. ¿O qué podemos decir de la manifestación del domingo pasado en la Ciudad de México y pequeñas protestas en el interior del país? Lo mismo: discursos de odio, segregación racial, narrativas elitistas y xenofóbicas con la migración.
Niego que en este momento México sea un país polarizado hasta sus entrañas. No es cierto. La gente convive en la calle, no hay violencia política y los conflictos se siguen dirimiendo en las instituciones. Hay protestas, manifestaciones y mítines; lo cual es sano, la política también debe tomar las calles y en paz. No obstante, este camino apenas empieza. Mirarnos en el espejo brasileño es fundamental. No puede existir democracia si no reconocemos legitimidad en el otro distinto. No puede existir democracia si creemos que el adversario es el receptáculo de todos los males y los míos son la encarnación del bien. Si hoy vemos las redes sociales, e incluso medios de comunicación, estamos envueltos de narrativas que fungen como agoreros del desastre.
Las grandes transformaciones de países no se hicieron lanzándose los unos contra los otros. En Chile, España, Italia o Portugal, las izquierdas lograron cambios significativos porque emprendieron procesos de cambio profundos que politizaron a la sociedad, pero que no la fracturaron irremediablemente. De la misma forma, las élites fueron responsables y entendieron el ánimo de cambio que se instalaba en la sociedad. Aguas con los demonios que liberan oposición, el Gobierno y algunos comentaristas de la vida pública, porque en una de esas será imposible regresarlos al clóset.