Mucho presidente para tan mal gobierno
Luego de dos años de una administración terriblemente ineficiente, López Obrador sigue siendo popular ¿Por qué?
Dos años de muchas frases y pocos resultados. Dos años de prometer Dinamarca y Canadá, y sólo encontrarnos con los mismos, y agravados, problemas de siempre. Dos años de recitar verdades como mantras, pero que sólo existen en su cabeza. Dos años de decirnos que este país ya cambió y, sin embargo, seguimos viendo: homicidios, desaparecidos, salarios precarios, derroche presupuestal en caprichos, colas y listas de espera en los hospitales, rechazados de las universidades públicas, inversión congelada. Dos años de hablar de besos y amor, pero no tener otra receta para enfrentar la violencia que militarizar el país. Dos años de hablar de austeridad, pero no tenemos la más mínima idea de a dónde van los supuestos ahorros del Gobierno. En conclusión, dos años de propaganda y una realidad distante del discurso oficial.
No todo es malo en el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, pero un análisis global, honesto, no puede más que reprobar a un Gobierno que ha sido incapaz de enfrentar la violencia, empujar un modelo económico más justo y construir las instituciones necesarias para combatir a corrupción. Y a pesar de lo tozuda que es la realidad, el realismo mágico mexicano nos arroja a un presidente que goza de una popularidad de entre el 57 y el 65%. ¿Cómo explicar?
Han surgido toda clase de hipótesis para explicar por qué López Obrador sigue siendo popular. ¡Son los programas sociales clientelares! ¡La gente está engatusada por el personaje! ¡No hay quien se le ponga enfrente! ¡Es el populismo! Existen muchas explicaciones que parten de una premisa más o menos explícita: el pueblo es tonto y, por ello, aplaude a un Gobierno que no está dando resultados. En el momento político que vive México, no nos vendría mal, de vez en cuando, ponernos a pensar en la posición del otro. Tal vez, desde ahí, encontremos más respuestas.
López Obrador es popular porque una mayoría de mexicanos respaldan sus intenciones y, considera, que sus apuestas para resolver los grandes problemas nacionales son correctas. El presidente es un moralista. Y un moralista de fines. Es decir, cree que lo importante de un político son sus intenciones, a pesar de que en el camino se llene de contradicciones, fracasos o ineficiencias. Los fines justifican los medios es un principio muy peligroso —eso lo tengo claro—; sin embargo, lo que nos muestran las encuestas es que una mayoría de mexicanos valoran que el presidente tenga claro hacia dónde va.
López Obrador, como bien sostiene Javier Tello, ha logrado decirle al mexicano que se siente abandonado: estoy contigo. Camino contigo. El presidente conecta con ese México profundo, les habla en su idioma y les dice que sus problemas son importantes. En un momento de amplia polarización política, no es fácil construir esa identificación.
López Obrador sacó la política de los palacios y la devolvió a la calle. Luego de sexenios de presidente lejanos. No falta quien demerite la importancia de la simbología en la política. Ahí está la frase: “es simbólico”. Sin embargo, el símbolo es lo más poderosos en política. Y el presidente ha construido una simbología muy eficaz que le permite levantar el vuelo a pesar de los pésimos resultados de Gobierno.
Una oposición exitosa al presidente debe entender por qué López Obrador es popular y por qué la oposición está en ruinas. Una de ellas es la superioridad moral que, algunos, demuestran en el discurso para oponerse a López Obrador. Sea Ricardo Anaya, Margarita Zavala, Enrique Alfaro o Javier Corral —o algún prominente empresario— lo primero es entender que López Obrador es popular porque representa algo para una mayoría de mexicanos. La oposición no puede solo encontrarse con las élites acomodadas enojadas con el presidente, sino que debe tener una narrativa para el resto del país. Dejar la comodidad de la política palaciega y conocer el país. La élite es muy ruidosa, pero no representa más que a ellos. López Obrador ha sido un muy mal gobernante, pero sigue siendo un símbolo muy potente de ese México olvidado, marginado y excluido.