Paricutín: El día en que nació un volcán en Michoacán
Un día como hoy, hace 80 años, Michoacán fue testigo de cómo en sus tierras nacía un volcán repentino, en un episodio que se quedó en la historia de México y del mundo
El 20 de febrero de 1943, Dionisio Pulido se anticipó al primer lucero de la mañana, y se puso de pie junto al estrépito de los gallos. Se acomodó el sombrero, se enroscó el cogote con una abanicada de su sarape, y se dispuso a trabajar en su parcela. Era un febrero árido y frío, como todos los febreros en la sierra michoacana, pero entonces no detectó ninguna anomalía ni pronósticos inciertos en las borrascas de aquel sábado que le cambiaría la vida. No tenía modo alguno de saber que estaba viviendo el último invierno en la casa que había edificado con sus propias manos.
Dionisio Pulido era un campesino, y vivía junto con su esposa e hijo en un terreno del que era el dueño legítimo, en las inmediaciones de San Juan Parangaricutiro y Paricutín. Eran poblaciones con alta tradición indígena, descendientes de tarascos, y a pesar de ser creyentes y religiosos, nunca esperaron que la vida misma pudiera ser más sorprendente que los asuntos del otro mundo.
La Segunda Guerra Mundial, aquel acontecimiento interminable del que todo mundo hablaba, y que acontecía en algún rincón impreciso al otro lado del océano aquel invierno de 1943, no tenía repercusiones en San Juan Parangaricutiro. Era un mal viento que nada tenía que ver con las vidas de los campesinos.
Los últimos días de Parangaricutiro
Alrededor de las cuatro de la tarde de aquel 20 de febrero, Dionisio Pulido se sintió sacudido por un estremecimiento que parecía partir el mundo entero a la mitad, pero que se canalizó en su propiedad. Fue entonces cuando una grieta repentina desbarató su parcela con la fuerza de un rayo, solo que la trepidación no venía de los cielos, sino de las entrañas de la tierra, y de la rajada apocalíptica comenzaron a brotar columnas de vapor y humo, como una boca que escupía rocas con la brutalidad de los aerolitos. Dionisio Pulido, que jamás había visto cosa semejante, solo pudo interpretarlo como un designio inexorable de los cielos, y se resignó a su suerte. No tuvo tiempo de rescatar el ganado, ni sus pertenencias, ni su casa misma, y el espanto lo centró en la desesperación de encontrar a su esposa e hijo.
Pero en el pueblo de Parangaricutiro ya habían sentido el temblor de tierra, y atisbaron en el horizonte una única columna de humo, inexplicable, que en nada se parecía a los incendios que devoraban los maizales. Lo que tampoco sabían era que aquella lluvia de cenizas representaba el fin de su pueblo y de su modo de vida. Pues en el predio de Dionisio Pulido, en su parcela, en su propiedad, estaba naciendo un volcán.
Los pobladores de Parangaricutiro se congregaron en torno al corazón de fuego que palpitaba en el fondo de la tierra. Lo que inició como un boquete, en la madrugada ya arrojaba chorros de lava, y se erguía sobre sí mismo como un capullo de fuego que brotaba de la arcilla. Al día siguiente ya había formado un montículo de diez metros de altura, y un año después, cuando la realidad del fatalismo ya se había sobrepuesto al espanto, el volcán recién nacido ya alcanzaba los cuatrocientos metros, y se erguía sobre el valle de Parangaricutiro como un coloso intransigente.
El nacimiento de un volcán
Desde el sentido humano, fue una catástrofe de proporciones bíblicas, pues el nacimiento del volcán ocasionó un éxodo que obligó a los habitantes de Parangaricutiro a marcharse para siempre, junto con todo lo que habían construido a lo largo de los años. La lava y las cenizas devoraron las plantaciones, los maizales, el ganado, y el flujo de magma arrasó con las construcciones a su paso. El valle quedó cubierto de dunas negras, rocas humeantes, géiseres y cráteres, como una desolación lunar, y lo único que quedó en pie fue la iglesia de San Juan Parangaricutiro, rodeada de lava calcificada.
Desde la perspectiva científica, aquel fue un suceso irrepetible, pues le permitió a los investigadores y a los geólogos del mundo entero presenciar en vivo y en directo el nacimiento de un volcán. El Paricutín fue catalogado como un volcán monogenético: es decir, que solo tiene un ciclo de vida, y fue la "estructura geológica más joven del continente americano". Era un acontecimiento inédito, que alejaba a las academias y universidades de los horrores de la guerra. Desde el arte, aquel florecimiento de rocas y magna fue una infinita razón para los suspiros. Así fue para el Dr. Atl, que retrató en varios óleos la eclosión de fuego de aquel titán reciente, y que infundió en el arte la belleza que le hacía falta a las tragedias de la vida diaria.
La fascinación científica, la ansiedad académica, el interés del mundo, poco importaban para los habitantes de Parangaricutiro, pues el nacimiento indigno del volcán les había arrebatado todo. Sus campos, sus soles de mayo, sus atardeceres de verano, sus vidas. Dionisio Pulido se vio en la encrucijada de su sino: en su propia tierra había brotado aquel capullo de fuego, pero no era de ninguna utilidad para sus aspiraciones, ni sus sueños a futuro. No obstante, aunque conseguía unas cuantas monedas de los gringos fascinados por la atracción turística reciente, al final le ganó el desencanto, la soledad del valle, el corazón extraño de aquel volcán repentino. Fue un accidente de la geología que le desordenó la vida, y para mal.
La extinción del niño de fuego
En sus distintos amaneceres a lo largo de diez años, el Paricutín crecería más de cuatrocientos metros, hasta que un día, en marzo de 1952, su corazón interno y palpitante de piedra y magma se extinguió del mismo modo abrupto en que había nacido. Su llama pereció en lo más profundo de sus entrañas. Quedó su cráter sobre el valle, como una estatua de sal rodeada de un mar de piedra, bajo el sol de la sierra y la soledad del campo. Dejó una iglesia marchita de tiempo, como único centinela en el centro del abandono. Se llevó consigo dos pueblos, miles de pobladores, y las ilusiones perdidas de un invierno de menos que se fue para siempre.
Dionisio Pulido moriría seis años más tarde, en 1949, en la misma tierra trémula que de un capricho hizo brotar el magma de sus entrañas, y marcado hasta su último suspiro con la desdicha y la gloria de haber sido el único ser humano en este mundo que fue dueño de un volcán.
Con información de UNAM y Universidad de Michoacán
FS