México

La muerte de la transición

López Obrador está aprovechando la debilidad de las instituciones para concentrar poder y eliminar el disenso

Un régimen es un conjunto de reglas e instituciones que definen un tiempo político. En México, la transición a la democracia fue un régimen en sí mismo. Comienza en 1988 con el fraude electoral y se consolida en 1997 cuando la oposición le quita la mayoría al PRI en la Cámara de Diputados. El régimen de la transición tuvo distintos elementos constitutivos: el debilitamiento del poder central (tanto hacia los estados como hacia órganos autónomos); el tripartidismo y el financiamiento público de la política (PAN, PRI, PRD); el pacto y las reformas electorales.

Este conjunto de reglas ya agonizaban durante el peñanietismo. El debilitamiento del PRD, la recentralización del poder y el Pacto de México fueron avisos de la intención -lograda- de romper los consensos que tejieron la transición democrática en México. El peñanietismo fue el preludio. El PRI, y las alianzas, puso la mesa para que la autollamada Cuarta Transformación asesinara lo poco que quedaba del espíritu de la transición. Hoy, como bien escribe Soledad Loaeza en Nexos, “de la transición solo quedan fragmentos”. Cachitos, pedacitos, nada que sea sólido.

La transición murió, en gran medida, porque no se supo renovar. En gran parte porque el régimen de la transición se confundió con corrupción. En gran parte porque la democracia no nos ha hecho más prósperos, y en parte porque fue un régimen que tuvo mucho de élites y poco de pueblo. Dicho descrédito está siendo aprovechado por López Obrador para concentrar poder y destruir cualquier institución que no controle desde el Ejecutivo. Tras el argumento del ahorro, el Presidente dispara a diestra y siniestra. Esta misma semana anunció que en febrero enviará una iniciativa con la intención de desaparecer algunos órganos autónomos como, por ejemplo, el INAI -encargado de garantizar la transparencia-, la Comisión Reguladora de Energía (CRE), la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) o el Centro Nacional de Control de Energía (Cenace); la Comisión Nacional de Derechos Humanos o el Instituto Federal de Telecomunicación (IFT).

Y la pregunta es: ¿Por qué nos debería importar que el jefe del ejecutivo destruya la autonomía de estos organismos y transfiera sus funciones al Gobierno? ¿No es lo lógico? ¿No es lo que ocurre en otras democracias? Toda esta idea de autonomía, ¿no tuvo sentido cuando gobernaba el partidazo, pero ahora es obsoleto y caro?

Como diría Jack El Destripador: vamos por partes. La historia del siglo XX mexicano es la lucha por debilitar al Ogro Filantrópico, a ese poderoso dinosaurio, que controlaba todo y lo decidía todo. Menguar su fuerza fue una labor que podemos comenzar a rastrear desde previo a la década de los setenta, pero con especial énfasis con la reforma política de 1977. De poquito en poquito, el pluralismo fue conquistando espacios de representación en el Congreso y, a partir de finales de los ochenta, en los gobiernos estatales. Y tras las crisis -política y económica- de 1988 y 1994, el régimen tuvo que ceder. La autonomía fue el medicamento que administramos frente al cáncer del autoritarismo.

Frente al uso político de la moneda, autonomía al Banco de México. Frente al fraude electoral, autonomía al Instituto Federal Electoral. Frente a la opacidad, autonomía al Instituto de Transparencia (INAI). Frente a la concentración de poder económico en pocas manos, autonomía a los órganos de competencia. Frente a la corrupción y la impunidad, autonomía al Sistema Nacional Anticorrupción. Frente al poder mediático, un Instituto Federal de Telecomunicaciones autónomo. AMLO puede decir misa, pero no es cierto que la autonomía sea un fracaso. Puede ser cara, pero nadie puede negar sus éxitos.

México es un país con baja inflación luego de una historia de crisis sucesivas en donde la moneda fluctuaba con agresividad. México es un país en donde gana quien recibe más votos, antes no era así. México es un país en donde es posible escarbar en la información que quiere esconder el Gobierno. México es un país en donde se violan derechos humanos, pero existe un espacio autónomo que puede denunciarlo. Ayotzinapa es un botón de muestra. Arrasar con estas instituciones es una regresión que pone en riesgo muchos derechos que hemos adquirido con los años.

Otra cosa es que la amplia autonomía concedida a distintos espacios de la administración pública sea costosa. Ahí coincido con el Presidente. Sin embargo, no necesariamente es responsabilidad de dichos organismos. ¿Por qué el INE es tan caro? Por una sencilla razón: los legisladores decidieron hacer un monstruo burocrático recargado de atribuciones. ¿El INE decidió que debía garantizar el equilibrio en la cobertura de los comicios? ¿El INE decidió ser el único organismo capaz de expedir credenciales de identidad válidas? ¿El INE decidió, por sí sólo, fiscalizar los recursos de las elecciones? Todas las atribuciones y, por ende, los recursos que debe erogar son decisiones que tomaron los partidos políticos. Algo similar sucede con el INAI que no sólo debe garantizar el acceso a la información pública, sino aparte la protección de nuestros datos personales. El Presidente engaña cuando deja entrever que los órganos autónomos son burocracias doradas que se niegan a rendir cuentas.

Lo preocupante es la consecuencia política. Si desaparecemos todo, ¿qué nos queda? La voluntad de un hombre y su proyecto político. Construir es complejísimo, se necesitan grandes consensos y pactos, pero destruir es cuestión de voluntad. Y el presidente tiene las mayorías necesarias para destruir sin siquiera despeinarse. El régimen de la transición se suicidó cuando sus principales actores no supieron renovarse y ofrecer una democracia que respondiera a las necesidades de la ciudadanía. Sin embargo, el tiro de gracia del Gobierno a todo lo que huela al régimen de la transición nos empuja a un estadio anterior. Lo narra Anne Applebaum en “el crepúsculo de la democracia” a través de los casos de Hungría y Polonia: el autoritarismo de nuevo cuño ya no necesita eliminar las elecciones. Lo único que hace es ir desapareciendo todos esos espacios de disenso y contrapesos que no están sometidos a la voluntad del Ejecutivo. Es un camino largo, pero que tiene un destino: entronizar a un proyecto político en el poder. Autoritarismo competitivo, como bien lo reseñó Andreas Schedler. El Presidente puede engañar a quien quiera, pero es innegable que este México, con sus grandes problemas, sería un peor país sin su transición y sus órganos autónomos. Hoy es el INAI, el IFT o la CNDH la que están en el punto de mira del Presidente, pero mañana pueden ser el INE o incluso las universidades públicas. No compremos el argumento del ahorro. No es un problema de pesos y centavos, sino de poder. No olvidemos: las dictaduras suelen ser más baratas que las democracias.

JL

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