Coronavirus, el shock político
La pandemia supondrá un cambio ideológico y cultural en todo el mundo
Las crisis sacuden las placas tectónicas de la política. En momentos críticos, la urgencia nos lleva a poner mucha atención a la economía o a la salud, pero en la raíz de la sociedad comienza a sacudirse los cimientos de la política. Se altera el sentido común de las personas. Lo que hace unos días era una verdad indiscutible, hoy es debatible. Lo que hace unos días era el refugio seguro, hoy es un pantano peligroso. La ideología es el campo de batalla de la política, decía Antonio Gramsci. Y una crisis trastoca los consensos de una sociedad. La crisis económica de 2008-2009 —la Gran Recesión— cambió el mundo para siempre. Revivió el nacionalismo. Murió la fase expansiva de la globalización. El neoliberalismo quedó herido de muerte. Los efectos políticos del COVID-19 serán aún más profundos.
De entrada, los mercados quedan desnudos y exhibidos. La “mano invisible” de los mercados, ésa que arregla todo, se muestra —de nuevo— como una fantasía, un deseo o un engaño. Los grandes poderes económicos piden al Estado que intervenga para arreglar el desaguisado. Más gasto público, más deuda. Lo que sea con tal de mantener de pie a ese gigante con pies de barro. Bien escribió el periodista Pedro Vallín: creíamos que el miedo a morir convertía a ateos en creyentes, pero resulta que convierte a neoliberales en keynesianos. Nada que agregar, la ideología del Cero Estado, Cero Política, ha muerto. Ése es el primer efecto global del coronavirus: el retorno del Estado, muy parecido a lo que ocurrió en los años de la posguerra —cuando se pusieron en pie los estados de bienestar modernos—.
Una segunda: el debilitamiento de los discursos chauvinistas, nacionalistas y anti-globalistas. El Estado nacional es muy corto para enfrentar a una pandemia tan fulminante y catastrófica como es el COVID-19. Es imposible actuar en aislamiento. Imaginemos: el virus que ha infectado a más de un millón de personas en el mundo, comenzó en un mercado de animales —que deberían estar prohibidos— en China. ¿Qué nos dice esto de nuestra fragilidad? La mayor parte de los retos que enfrenta el mundo no pueden ser abordados desde el reduccionismo nacional. El cambio climático, la migración, el crimen trasnacional y las enfermedades son ejemplos contundentes. Las pandemias no respetan fronteras y no existe un ente por encima de los estados. Aun así, el papel de la Organización Mundial de la Salud ha sido crucial para que existan estrategias de combate al coronavirus relativamente homogéneas.
Esto no significa, necesariamente, que estemos frente a la derrota del nacionalismo, el populismo y el autoritarismo. El futuro de estas tres tendencias políticas, que son hoy por hoy hegemónicas en el mundo, dependerá de la profundidad de los daños que provoque el COVID-19. Lo que sí comienza a cambiar es el imaginario de la nación como “refugio” en el mundo globalizado. Si el nacionalismo fracasa, veremos un giro copernicano en las preferencias políticas.
El populismo comenzó, desde la crisis misma de 2008, una guerra contra la tecnocracia y la ciencia.
Los técnicos y los avances científicos fueron vilipendiados por los líderes populistas al identificarlos con la élite. Esos tipos de batas blancas no son pueblos, sino integrantes de una casta que lo único que hacen es defender sus privilegios. Un elemento común a los distintos gobiernos populistas, se denominen de izquierda o de derecha, es el recorte a las partidas presupuestales dedicadas a la ciencia. Todo comenzó con el populismo libertario del Tea Party en Estados Unidos que renegaban hasta de la evolución. El populismo alimenta las pulsiones conspiratorias que le dice a la gente que los de arriba les mienten hasta con la ciencia.
Y, el coronavirus abre un debate radical sobre nuestro modo de vida. Dicen las feministas que “lo personal es político”. Y tienen toda la razón. Lo personal, lo privado, lo familiar, incluso lo íntimo.
Nuestra vulnerabilidad, lo frágil que es el sistema social y económico, nos abre muchas interrogantes: ¿podemos vivir diferentes? ¿es imprescindible que vivamos estresados, angustiados y ansiosos? ¿por qué somos tan indiferentes ante el cambio climático? ¿por qué pensamos que desaparecer la red de protección pública nos haría más felices? ¿por qué minusvaloramos constantemente la tarea de cuidados? ¿vivimos bien? ¿qué nos ha dejado el individualismo y la ruptura de los lazos de solidaridad? El coronavirus es una oportunidad para replantearlo todo.
No sabemos a ciencia cierta, cuál será el terremoto político que desencadenará la pandemia. Estos debates, aquí planteados, son elementos de esta acelerada transformación. Lo que sí sabemos es que todas las crisis, sanitarias, bélicas o económicas, han sacudido los cimientos políticos del mundo. En el siglo XX, la Segunda Guerra Mundial finalizó el globalismo de mercado e inauguró una época de predominio de los estados del bienestar y el crecimiento del mercado interno. Una expansión sin precedentes de lo público. El shock petrolero de los setenta abrió la puerta al neoliberalismo. La Gran Recesión pavimentó el camino para el predominio del populismo y el nacionalismo.
En gran medida, las consecuencias políticas están atadas a la respuesta puntual a la pandemia. El coronavirus está aniquilando la ideología del “sálvese quien pueda”, el individualismo que considera que la búsqueda egoísta del bienestar es el mejor camino a la felicidad. A esto hay que unir la politización de una parte de las nuevas generaciones que han ido rompiendo con los hitos del individualismo: la estabilidad laboral, la idea del éxito, la familia tradicional o la movilidad (los autos). Veremos si en unos años me equivoco, pero considero que vamos hacia un mundo más consciente de nuestra fragilidad civilizatoria. Más consciente de la insostenibilidad del modelo económico y la destrucción del medio ambiente. Más consciente de la interdependencia tan palpable en fenómenos sanitarios como el coronavirus. Considero que se abre una nueva concepción de la globalización, una más fincada en solidaridad y menos en el egoísmo global.
Procesos globales que durarán muchos años en constituirse. Tal vez son puras buenas intenciones.