Antagonismos
¿Puede existir una democracia sin reconocer la legitimidad de quien piensa distinto?
La conclusión es devastadora, pero es verdad: la idea del consenso social es una ilusión. Las sociedades modernas son heterogéneas por naturaleza. Las diferencias se dibujan en clases sociales, roles comunitarios, ideologías, religiones. Las discrepancias sociales son imposibles de erradicar. Incluso, en términos objetivos, los intereses de uno se contraponen al de enfrente. Y viceversa. La política busca que dicha diferencia no acabe en guerra, sangre o el caos. Chantal Mouffe, una extraordinaria teórica social y política de Bélgica, denomina antagonismo “a ese espacio de permanente conflicto, pero que puede ser canalizado por vías no violentas”.
La democracia existe por eso mismo: es el sistema de la gobernabilidad en la diferencia. En el libro “Por qué las democracias mueren”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt señalan que uno de los indicadores de erosión de la democracia es precisamente la ilegitimación del otro. Es decir, las democracias que van agonizando son aquellas en las que los actores políticos -sean partidos, organizaciones, empresarios o quien sea que hace política- comienzan a percibir como intolerables las ideas de su rival político. El extremo de ese pensamiento, de erradicación del distinto, es lo que hemos conocido como “fascismo”.
Es decir, la política democrática se mueve inevitablemente en el conflicto, pero sin caer en la tentación de cancelar la legitimidad del adversario. Juzgar de espuria la postura política opuesta abre la puerta a represión, violencia y autoritarismo. Para que exista una democracia, aquellos que luchan por el poder -y se mueven en el marco constitucional- deben coexistir en pluralismo, reconocido y protegido. En México vivimos una época de alta tensión política en donde, a veces, la línea se torna difusa. Vuelan los calificativos de bando a bando: neofascistas, asesinos, y cientos de acusaciones.
Los calificativos expresados luego del accidente que derivó en la muerte de Martha Erika Alonso, gobernadora de Puebla, y Rafael Moreno Valle, senador por el mismo Estado, evidencian hasta qué punto ha llegado la crispación política a nivel nacional. En redes sociales, hubo una operación bastante evidente para responsabilizar -sin prueba alguna- al presidente de la tragedia ocurrida en las vísperas de Navidad. Luego, el 25 de diciembre, en el último adiós a la pareja, hubo gritos de “asesinos” contra López Obrador y su secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero. De la misma forma, las redes sociales, en lugar de servir como un espacio de debate democrático, están sirviendo como un hervidero que lo único que está consiguiendo es radicalizar más las posiciones de ambos bandos. Incluso, si analizamos las palabras que se vierten por simpatizantes y detractores de López Obrador, nos daremos cuenta que el lenguaje bélico está cada vez más presente. Es como si las posturas fueran irreconciliables.
En el mismo sentido, la retórica del jefe del Ejecutivo tampoco ayuda a tranquilizar las aguas. López Obrador llamó neofascistas a los opositores que comenzaron una campaña para responsabilizarlo por el accidente de la tarde del 24 de diciembre. La palabra fascista, lamentablemente, ha ido perdiendo su dimensión explicativa porque se utiliza para todo. Sin embargo, el fascismo está ligado al exterminio, al holocausto, a la persecución y asesinato del disidente. Es la política de Estado dirigida a eliminar a quien no piensa como el régimen o no comparte su ideología. Por lo tanto, un mandatario no puede utilizar con tal ligereza expresiones que tienen una dimensión histórica muy profunda. En México, estamos viendo un enfrentamiento entre dos bandos (los opositores a todo lo que hace López Obrador y los simpatizantes acríticos del mandatario) que empiezan a cruzar la línea que separa el natural conflicto democrático, deseable e inevitable, de la narrativa violenta y anti-pluralista.
Las consecuencias pueden ser demoledoras para el país. Primero, que la tensión se convierta en violencia política. América Latina es un caso palpable, desde Brasil hasta Argentina, pasando por Venezuela o Paraguay, hemos visto como el conflicto político ha desbordado, casi por completo, los canales institucionales. ¿Qué quiere decir esto? Que los partidos políticos, e incluso organizaciones sociales, ya no son capaces de darle cauce constitucional a las diferencias políticas y eso se refleja en ingobernabilidad, crispación y hasta violencia física. El lenguaje no es inofensivo y en un país con baja cultura democrática, eso podría tener sus efectos nocivos.
El conflicto, que desborda los canales institucionales, también despierta las peores tentaciones autoritarias. El caso Jair Bolsonaro en Brasil es paradigmático. Cuando el pluralismo se convierte en problema, no es extraño que las sociedades opten por soluciones más cercanas a una dictadura que a una democracia. En México, la democracia ha venido perdiendo credibilidad por muchos años. Una parte de los mexicanos se sienten decepcionados porque la democracia no ha significado mejores condiciones de vida. Y si a esto el añadimos que el pluralismo sea percibido como nocivo para la estabilidad nacional, el fantasma autoritario puede posarse en el horizonte.
El presidente es el primer que debe dar el paso para reconocer que su política de descalificar a sus adversarios sólo genera más tensiones y polarización. Nuestro país está lo suficientemente dividido entre ricos y pobres; Norte y Sur; ciudades y campo, como para que el discurso presidencial haga exaltación continua de la rivalidad política. Es como si el jefe del Ejecutivo quisiera cohesionar permanentemente a su base de simpatizantes e hiciera del antagonismo su discurso político por excelencia. No hay rueda de prensa en donde no señale a un adversario o identifique a algún enemigo público del nuevo Gobierno.
De la misma forma, la oposición tiene que elevar sus argumentos y no caer en ese juego facilón de desgaste que no le da ningún beneficio al país. Es como si una parte de la oposición -partidista y no partidista- esté en la tesitura de “en cuanto peor, mejor”. Buscan cualquier argumento, por más mínimo que sea, para destruir y pronosticar el fracaso del proyecto presidencial. No es una oposición leal al mandato de las urnas, sino tóxica. El conflicto es inherente a la política, pero sin responsabilidad de Gobierno y Oposición, no nos sorprendamos si la polarización acaba mal. La violencia debe ser el límite que nunca puede traspasar la política.