AMLO, Alfaro y el federalismo
¿Por qué la disputa política sobre autonomía, descentralización y lealtad es natural en un sistema federal?
Cuando pensamos en contrapesos siempre nos transportamos al Congreso o a los jueces. La división de poderes tradicional en democracia. O a los contrapesos externos al sistema político: la sociedad civil o los medios de comunicación. Sin embargo, pocas veces apelamos a ese concepto tan llevado y traído, y tan poco comprendido, que es el federalismo. Nuestra historia le hace honores al federalismo, bautiza calles y plazas con su pomposo nombre, pero en la práctica nadie lo reivindica. Somos una república federal sin federalistas convencidos y un espíritu centralista calcado en nuestra identidad política.
El federalismo es un contrapeso en sí mismo. El modelo federal nació en Estados Unidos como medicina ante la posibilidad de que un Gobierno central, absoluto y omnipotente, se devorara la autonomía de las partes. El federalismo es la dispersión del poder para proteger la libertad. Madison y Hamilton, autores del federalista, temían que la acumulación de poder en el centro supusiera un riesgo para la ciudadanía. El federalismo nace como protección a la democracia y a las libertades; como un contrapeso necesarísimo. En Europa, por el contrario, los sistemas federales nacen como forma de proteger las identidades locales. Alemania, Italia o Rusia construyeron sus estados nacionales sobre los cimientos de una inimaginable pluralidad de lenguas, identidades y tradiciones. Así, el federalismo es la protección ante el absolutismo central y la mejor forma de proteger las identidades que se subsumen en un proyecto estatal.
En México, el federalismo siempre ha sido una farsa. Lo fue durante el viejo régimen y su simulación pervivió luego de la transición. Muchas cosas cambiaron en México a partir de 1997, pero el federalismo siguió siendo ese intercambio espurio entre el centro y los estados, en donde el primero ofrece impunidad y el segundo paga con lealtad política. De esta forma, los presidentes de la República permitían que los estados fueran un cochinero, y muchos de ellos se convirtieran en auténticos fortines autoritarios, mientras mantuvieran la “fiesta en paz” en casa y no se rebelaran frente al poder presidencial.
Los gobernadores se sintieron cómodos con el acuerdo. La transición, que supuso descentralización, les llenaba los bolsillos de dinero y no le tenían que rendir cuentas a nadie. Endeudaban a sus estados, robaban a manos llenas y el brazo largo de la justicia no los tocaría si se arrodillaban frente al Presidente y le juraban lealtad. Más que un federalismo democrático, el mexicano reprodujo casi un arreglo medieval. No sorprende que aparecieran los Moreira, los Duarte o los Borge. Impunidad garantizada desde Los Pinos.
Y el presidente aseguraba su predominio en el sistema político mexicano. Son contados los momentos en donde gobernadores alzaron la voz contra el Presidente. Tal vez Javier Corral frente a Peña. O Moreira frente a Calderón a dos años de los comicios presidenciales. El Presidente se siente cómodo porque es dueño de la bolsa de recursos económicos y los reparte discrecionalmente. La lealtad se paga con dinero. Y los gobernadores están cómodos, también: reciben mucho dinero (el presupuesto de Jalisco creció 75% en términos reales desde 2006) y no tienen que cobrar ningún impuesto. A diferencia de otros países del mundo en donde los gobiernos locales se pelean por cobrar impuestos para tener más dinero, en México se pelean por estar más cerca del Ejecutivo federal y no tener que cargar con el costo político de recaudar.
El posicionamiento de Enrique Alfaro, gobernador electo de Jalisco, rompe esa inercia de sometimiento ciego de las autoridades estatales al poder central. Aristóteles Sandoval tenía muchas discrepancias con Peña Nieto, muchas de ellas ventiladas en la prensa, pero nunca se atrevió a hacer un posicionamiento crítico del mexiquense. El posicionamiento del gobernador de MC en donde cuestiona violaciones al pacto federal, opacidad en el presupuesto y la decisión presidencial de no perseguir casos de corrupción del actual sexenio, supone un antes y un después en el funcionamiento político del pacto federal. Algo similar a lo que hizo Javier Corral con los casos de corrupción de César Duarte y su encontronazo con la Secretaría de Hacienda por el recorte de las partidas federales.
Ahora, el funcionamiento del federalismo en México no depende solamente de limitar las ansias centralistas de cualquier Presidente. Peña Nieto fue un mandatario sumamente centralista y pocos lo señalamos -¡así nos fue!. Todos sus proyectos, desde la seguridad hasta la educación, contemplaban la centralización de competencias. No hubo ningún gobernador que apelara al respeto al pacto federal. Algo similar sucede con López Obrador tanto en el proyecto de guardia nacional, como en la estructura de súper delegados, como en la negociación del presupuesto o el mantenimiento de la nómina educativa en esferas federales. Es natural que un mandatario federal busque tener más alcances y competencias, el tema es la oposición de los afectados, en este caso los gobernadores.
En paralelo a que López Obrador deseche las propuestas que vulneran el pacto federal, el federalismo necesita gobernadores responsables. Es difícil reivindicar la descentralización en el México del siglo XXI porque parece que es apoyar con más dinero y recursos a entidades federativas que han sido gobernadas por sátrapas. Es como pedir más lana para Duarte o Borge. De la misma forma, los gobernadores tienen que comprometerse a recaudar y no sólo estirar la mano para que papá Presidente pague. Un auténtico federalismo debe partir del fortalecimiento de las instituciones locales: auditorías confiables, contrapesos creíbles, congresos que fiscalicen al Gobierno y una sociedad civil exigente. Si es así, no hay mejor modelo que el federalista. El federalismo no debe significar, nunca más, impunidad para hacer lo que se le dé la gana a un gobernante en un territorio específico.
El contexto político es claro, López Obrador enfrentará un contrapeso innegable: los gobernadores que pierdan el miedo de oponerse a su proyecto. En el Congreso no va a tener problema. Morena sólo gobierna cinco estados y tiene alianzas muy sólidas en otros 15. No obstante, muchos gobiernos estatales, la mayoría del PAN, podrían alzar la voz contra decisiones presidenciales que suponen vulnerar la autonomía de los estados. La disputa es inherente a la política y lo extraño era que en México no existiera un debate álgido y profundo sobre competencias y autonomía-una deliberación que existe en todas las democracias. Un contexto propicio para construir en México un verdadero federalismo y no la simulación que nos ha dejado como resultado la transición.