¿Te acuerdas? Cuando se llegaba en tren a Manzanillo
Memorias de cuando era posible para los tapatíos llegar a Manzanillo a través del tren de pasajeros a lo largo del siglo XX
Llegaron a la estación de ferrocarriles a las primeras horas de la mañana. Moisés ya conocía los trenes, como largas bestias de metal adormecidas que llevaban a la gente a todas partes, pero era la primera vez en su vida que visitaría el mar. El nombre de Manzanillo no encontraba ningún referente en su imaginación. Al mar lo había visto en fotografías, en imágenes de libros, en historias de enamorados y tragedias de naufragios en el cine, como una línea infinita y azul de agua, espuma y gaviotas resplandecientes que en algún punto se fundía con el horizonte.
"No es más que un montón de agua" le había dicho su madre.
Llevaba un vestido largo y floreado, un sombrero de alas largas, una maleta de viaje y toda la autoridad de la soltería recuperada tras la muerte del esposo. Era un viaje de expiación. Moisés y su madre iban acompañados de la tía Rosa, que desordenaba el mundo entero con su belleza, y siete niños indómitos, hermanos y primos, con los que había crecido. El andén era un alboroto de gente abordando a los vagones, vendedores que ofrecían todo lo que uno podía imaginarse, militares impávidos que mantenían el orden con sus miradas tristes, y adioses apresurados, deseos de buena suerte, bendiciones.
Moisés sentía dentro del corazón todo lo relacionado con una aventura grande: la expectativa, cierto temor, la incertidumbre. El ferrocarril se estremeció como sacudido por un temblor de tierra, e inició su recorrido por las vías. La vida comenzó a escurrirse como un universo inasible que fluía al otro lado de la ventana, y de pronto dejaron atrás Guadalajara.
Cuando el ferrocarril era de pasajeros y se llegaba a las ciudades a través de vías
El ferrocarril llegó a Guadalajara el 15 de mayo de 1888 con un estrépito de metales que no parecía de este mundo, y que sacó a toda la población a la calle para contemplar el prodigio de aquella serpiente de acero que regurgitaba fumarolas, y que traía consigo a la gente trepada como racimos. Para 1889, el tren ya llegaba a Colima. Diecinueve años más tarde, en 1908, Porfirio Díaz inauguró la ruta que llegaba hasta el Grande Océano, como aparece en los mapas de la época: el Pacífico de Manzanillo.
El tren de pasajeros Guadalajara-Manzanillo conectó, a lo largo de los años, a miles de personas en un recorrido que en su momento era prácticamente imposible. A diario recorría los 355 kilómetros que distancian a la ciudad del océano. Estableció relaciones comerciales, turísticas y culturales, y era el método más fácil para los tapatíos que querían conocer el mar. Partiendo desde la Estación de Ferrocarriles de Guadalajara, tenía 23 estaciones:
- – La Junta
- – Incalpa
- – Tlajomulco
- – Mazatepec
- – Santa Ana
- – Catarina
- – Zacoalco
- – Atoyac
- – Sayula
- – Ciudad Guzmán
- – Huescalapa
- – Zapotiltic
- – Tuxpan
- – Atenquique
- – Villegas
- – Alzada
- – Colima
- – Coquimatlán
- – Madrid
- – Tecoman
- – Armería
- – Cuyutlan
- – Llegada a Manzanillo
Se demoraba hasta 10 horas en arribar al océano, pero atravesaba planicies, lagunas, parajes volcánicos, sierras pedregosas, valles de palmares silenciosos e infinitos, y cuando caía la noche, el mar de eternidad de las estrellas. Su trayecto era un universo de pueblos a un costado de las vías, de vendedores ambulantes, compras a través de las ventanas, niños corriendo por los vagones andantes, músicos de paso que llevaban serenatas, canciones y acordes de guitarras cuya única autoridad era la melancolía. No sólo era una jornada larga a través de las vías, de las barrancas y del pensamiento, un peregrinaje al sol; era un paseo de la vida, un tránsito al vivir.
La llegada de las autopistas, la desecación de la laguna de Sayula, la evolución del transporte y la aparición de los aeropuertos, modificaron para siempre el modo en que las personas llegaban a los lugares. Muy pronto el tren comenzó a considerarse un instrumento estorboso y anacrónico, y su función de transportar pasajeros se sustituyó por las mercancías.
El último viaje del tren de pasajeros Guadalajara-Manzanillo se realizó el 22 de septiembre de 1997: ochenta y nueve años de transportar personas, sueños, amores imposibles, corazones despedazados, soledades silenciosas y un millar de vidas.
Recuerdos de otra vida; el viaje en tren
Para Moisés, el recorrido en el tren se quedó plasmado en su memoria para siempre con algo que conservó las características del sueño. Vio una laguna inmensa, que parecía tener plata líquida en lugar de agua, y en cuyas zonas secas vio remolinos de tierra como culebras turbias en cuyo vórtice volaban pájaros desorientados. Vio pueblos en cuyas estaciones las mujeres alzaban a los pasajeros canastas de fruta picada, de golosinas, de refrescos para la sed. Vio niños descalzos corriendo para alcanzar el tren, diciéndole adiós a los pasajeros con la mano.
Vio letreros carcomidos y anteriores al tiempo que nada le decía de donde estaba: Sayula, Atoyac, Ciudad Guzmán. Vio dos montañas gigantescas delimitando el horizonte, como colosos dormidos y azules. Una de ellas exhalaba columnas de humo, y su madre le dijo que era un volcán, el Volcán de Fuego. Pero cuando en la cumbre de la segunda montaña vio algo luminoso que tenía las características de las nubes, pero sin ser nubes, sintió el primer latigazo de lo desconocido. "Qué es eso", le preguntó a su madre. Ella apenas colocó su mirada en el paisaje. Su mente estaba en otro lado, en alguna memoria que todo el camino la había tenido atrapada en la telaraña de los suspiros.
-Es nieve -le respondió.
Moisés se quedó dormido viendo la nieve, con la cara recargada en el cristal. Cuando despertó era de noche, y algo había cambiado para siempre en el ambiente. Ya había oscurecido, pero hacía calor, y el aire tibio le desordenaba los cabellos con un remanso de sal. Vio palmeras inmóviles, y el aturdimiento del corazón le hizo saber que el viaje había terminado. "Ya llegamos", le confirmó su madre.
La gente descendía de los vagones con las miradas desorbitadas por el cansancio de diz horas. La tía Rosa utilizaba sus encantos para aturdir a los marineros, y que así las ayudaran a cargar las maletas. Eran una imagen curiosa: dos mujeres jóvenes, en flor de vida, acompañadas de siete niños, sus hijos. Se hospedaron en un hotel barato, sobre la costera, y durmieron todos juntos en una misma habitación. Soñó con su padre, que esperaba al otro lado de las vías. No le dijeron cómo había muerto; lo descubrió hasta muchos años después, y por mucho tiempo, dejó de hablarle a su madre.
Al día siguiente, en la mañana, Moisés salió el balcón sorprendido por lo distinto que era la luz matutina. La encontró entonces; la línea perfecta en el horizonte hasta el encuentro de dos azules distintos, los pájaros resplandecientes, el rugir de la ola.
Por primera vez en su vida, vio el mar.
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FS