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Bolsonaro, Salvini, Le Pen y Trump son símbolos de la política que criminaliza al distinto

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El análisis político de brocha gorda suele meter todos los fenómenos políticos que se salen, un poquito de la normalidad, en el mismo cajón. Como si Donald Trump se explicara por las mismas razones que se explica la victoria de López Obrador, o la posible victoria de Jair Bolsonaro en Brasil sea lo mismo que el ascenso de Podemos en España o de Marine Le Pen en Francia. O que la Italia neofascista de Matteo Salvini es una cara comparable a la Grecia de Syriza y al chavismo en Venezuela. El liberalismo ha querido explicar todos los fenómenos políticos con los mismos conceptos: populismo, extremismo o radicalismo. Sean de izquierda o de derecha, sean racistas o democráticos; eso no importa: todos son lo mismo.

Y producto de la brocha gorda nos vemos sumergidos en un mundo que cada día banaliza más lo que significa el ascenso de la extrema derecha. De tanto llamar “populista” a todo proyecto político que cuestiona el liberalismo, nos quedamos con un concepto que, en la práctica, ya no explica nada. Es decir, tenemos una buena parte del mundo girando hacia posiciones abiertamente xenófobas, racistas, misóginas, discriminatorias, supremacistas y la comentocracia sólo atina a decir que es un síntoma más del ascenso del populismo. La banalización de los Bolsonaro, los Trump, los Salvini y las Le Pen ocultan el peligro que tenemos enfrente.

Hoy, Jair Bolsonaro se puede convertir en el presidente de uno de los países más poderosos del mundo. Brasil, luego de una década de gobiernos progresistas, podría caer en las garras de un hombre autoritario, abiertamente xenófobo y misógino. Con ello, tres de las 10 economías más importantes del mundo estarían bajo control político de la ultraderecha: Estados Unidos, Italia y Brasil. Y si analizamos el contexto política de dichas potencias económicas, nos daremos cuenta que hay visos de autoritarismo o fuerzas de ultraderecha que alcanzan representatividad en los parlamentos. Europa, que para muchos ha sido sinónimo de libertad y garantía de no repetición de las tragedias del periodo de entreguerras, hoy se mueve entre un consenso liberal que agoniza y partidos de extrema derecha que crecen en casi todos los países.

En el centro de este ascenso de la extrema derecha se encuentra un personaje: el otro. En un mundo inestable, turbulento e impredecible, la política vuelve a ser un boomerang arrojadizo que se lanza contra aquél que es distinto a nosotros. La migración se vuelve clave en la definición de las identidades políticas. La soberanía, las fronteras, la nación, las banderas vuelven a tener un papel protagónico. Sólo basta con ver las reacciones en México frente a la caravana de migrantes para darnos cuenta que el rechazo al otro, al distinto, se encuentra más vivo que nunca.  

El ascenso de la ultraderecha tiene múltiples explicaciones, pero una es innegable: el intento de las élites, en todo el mundo, de instaurar una especie de pensamiento único en donde el cambio es imposible. La decepción de muchos ciudadanos que ven como llega la derecha y la izquierda, los amarillos y los rojos, y al final los resultados se parecen mucho. Y, en el mismo sentido, el imperio de la corrección política que manda a la clandestinidad a ciertas ideas e impulsos que perviven en la sociedad. Cerrar los ojos frente al machismo, la misoginia y el racismo sólo legitima dichas ideas. La democracia, y quien se asume como defensor de los derechos humanos, debe combatir esos argumentos públicamente. Calañas como Trump o Bolsonaro ganan elecciones porque sus ideas siguen vivas en la sociedad. El problema no es ellos, sino esos millones de ciudadanos que están dispuestos a votar por energúmenos que parecen representar la alternativa al sistema.

Otra es la erosión de la decencia en la política. Durante décadas, izquierdas y derechas, liberales y conservadores, resolvían sus profundas discrepancias en un marco de entendimiento y había líneas rojas que nadie cruzaba. Dicha decencia democrática dejó un espacio discursivo que es llenado por la ultraderecha que “llama a las cosas por su nombre”. Le dice criminal al migrante. Radical a las feministas. Comprados a los periodistas. Y ese uso disruptivo del lenguaje embona con un discurso antisistema que seduce a personas que consideran que los políticos mienten reiteradamente y que no defienden al país sino a intereses extranjeros. La decencia política está perdiendo arrastre frente a narrativas que simplifican problemas complejos: son los negros, son los indígenas, son las mujeres, son los homosexuales, son los migrantes. El ascenso de la ultraderecha es inimaginable sin ese otro al cual culpa de todo lo que ocurre.

La ansiedad, la inseguridad y la incertidumbre son combustible para los discursos racistas. La seguridad es una búsqueda natural de un ser humano. Sentirse protegido frente a las amenazas, tanto en términos de seguridad tradicional como social o familiar. La ultraderecha agita el miedo que permite cosechar electoralmente. Y ante esas incertidumbres, las tentaciones autoritarias aparecen en el horizonte. Todo discurso de ultraderecha juega con la idea de nación, la identidad y los tabúes, pero también con la “mano dura”. Frente a un discurso etéreo y poco claro de la política tradicional, la ultraderecha no siente vergüenza de proponer cerrar fronteras, toques de queda, militarización, lo que sea necesario para tranquilizar a las familias escandalizadas por la violencia o las preocupaciones. La vieja idea de seguridad: quieres paz, prepárate para la guerra.

Si Andrés Manuel López Obrador fracasa nadie nos garantiza que no estemos frente a un opción de ultraderecha en México. A diferencia de otros países, en México representa el antisistema un político que no es xenófobo, ni racista, ni homofóbico. Sin embargo, la tensión política que captura al país puede ser un escenario propicio para que algún perfil tipo Bolsonaro o Trump lucre políticamente con las pulsiones más miserables del ser humano. La política siempre está íntimamente relacionada con la forma en que lidiamos con el otro, aquél que es distinto a nosotros. La democracia es la forma más civilizada que hemos encontrado de respetar los derechos políticos de todos sin importar de dónde somos o qué ideas defendemos. El fascismo es la negación absoluta de la legitimidad y la dignidad del otro. La victoria de Bolsonaro es un recordatorio de que el fascismo, en otras presentaciones, está lejos de haber muerto.

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