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Algunos historiadores se explican el origen de la monarquía a partir de un liderazgo exitoso que hace pensar a la gente que dicho líder debe perpetuarse en el poder el mayor tiempo posible y sin contrapeso alguno para favorecer el que siga obteniendo más y más logros. El que dicho liderazgo se vuelva hereditario es consecuencia de otra percepción: las mismas capacidades que ha tenido ese líder, las tendrá su descendencia, o bien, se admite que el cargo se herede por gratitud a los grandes logros que el padre tuvo.

Con el paso del tiempo, la experiencia enseñará que las capacidades de liderazgo no son genéticas, y que la gratitud es un sentimiento que tiende a agotarse, sobre todo cuando los herederos dejan demasiado que desear en comparación con el padre fundador de la dinastía. Carlos Martel tuvo dos grandes herederos, Pipino y Carlomagno, hijo y nieto respectivamente, pero Carlomagno no tuvo la misma suerte con sus descendientes, ejemplo que vemos repetirse, tarde o temprano, en todas las monarquías.

El viraje hacia la democracia o al menos a la monarquía parlamentaria es fruto de una reacción social cansada de monarcas ineptos, voluptuosos y holgazanes, rodeados de cortes de aristócratas intrigosos e inútiles, viraje que en Europa ha sido gradual y relativamente exitoso.

No obstante, la monarquía que imperó en el mundo occidental desde el emperador Augusto hasta la Revolución francesa, con pocas excepciones, dejó tanto una inercia como una permanente aspiración a revivir sus usos y estilos bajo la más variada cobertura, tendencia humana que explica el que en Rusia siga habiendo un zar y en China un emperador, pero en nuevas versiones.

Así como la demanda genera la oferta, la tendencia social a los líderes fuertes genera el que muchos se ofrezcan como tales, aunque no lo sean, y, si logran alcanzar el poder, busquen la manera de conservarlo a toda costa, de manera directa o indirecta. En México hemos tenido a Santa Anna, Juárez, Porfirio Díaz, Plutarco Elías Calles, y una larga lista de líderes sindicales perpetuos e inamovibles, todos ricos, cuyo ejemplo se reproducirá en muchas otras organizaciones aparentemente democráticas, pero en la práctica dictatoriales o por lo menos, oligárquicas.

Por lo común, el apego morboso al poder, supone la existencia de un grupo beneficiario que alimenta ese apego. Por lo común también ese tipo de contubernio produce los mayores males a cualquier grupo, partido, sociedad, o nación. Aunque es cierto que un líder apegado al cargo puede cegarse a sí mismo, siempre hay otros que contribuyen a esa ceguera, creando versiones de la realidad falsas pero que al líder y a sus beneficiarios les sirven para sentir que son indispensables. Lo estamos viendo en su versión 2024, y por partida doble, en Estados Unidos, lo vemos en la grave crisis de liderazgo que vive el PRI, lo vemos en diversas organizaciones empresariales, y lo descubrimos en oligarquías de todo tipo, donde existe un grupo que se eterniza como el permanente y único postulador de candidaturas únicas.

Hasta el presente ninguna institución, constitución, estatuto o reglamento ha sido capaz de impedir estas perversiones, porque todo se puede reformar, modificar, alterar o sobornar al gusto del poder dominante, acaso porque en el fondo la sociedad está de acuerdo en que así sea, pero no se anima a dar un paso crucial, adecuar sus leyes y su misma autodefinición política a lo que realmente quiere o tiene.

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