¿Y quién protege a los ambulantes de sus líderes?
Las autoridades han tomado la decisión de que México debe parar al máximo posible a fin de aminorar el ritmo de contagios del mortífero COVID-19.
Desde hace tres semanas, diferentes instancias de gobierno habían dado pasos desiguales para tratar de proteger a la ciudadanía.
Jalisco fue uno de los más echados para adelante. En un modelo de cooperación que no se ve a menudo, la Universidad de Guadalajara y el gobierno de ese estado han hecho alianza para estudiar los contagios y definir tácticas que eviten la propagación del coronavirus surgido en China. Fueron los primeros en parar, y han anunciado nuevas medidas para no soltar el ritmo de algo que parece haber funcionado.
Si bien tardó en despertar, la jefa de gobierno Claudia Sheinbaum ha mostrado ya un ritmo más contundente que el que llevaba, hasta el sábado, la administración federal.
Como sea, este lunes se ha establecido que todos -salvo quienes realicen funciones esenciales- deben quedarse en casa. La discusión ahora no es si se están tomando estas medidas demasiado tarde o no: hoy es imperativo comprometerse a no salir.
En tal sentido, uno de los compromisos que más se tienen que hacer patentes es el de los patrones. Los jefes de las empresas han de cuidar al máximo a su personal: procurar que los más trabajen desde casa, y los que no puedan, que al menos estén tan protegidos como sea necesario.
Pero qué hacer con otro tipo de “patrones”, que no parecen advertir la gravedad de la situación, como son los líderes de los ambulantes.
El sábado hice un recorrido por calles del Centro Histórico. Quise ver cómo era atendida la recomendación de las autoridades de salud federales y locales para aplicar la sana distancia y el quedarse en casa.
Casi al mediodía, tomando Argentina por el Templo Mayor se veía el tianguis que tiene ocupada esa vía hace ya varios años. Todo Argentina hasta llegar al Eje 1 Norte, por ambos lados de la calle, e incluso en el centro de la misma, parecía inacabable la sucesión de puestos con todo tipo de mercancías.
Doblando a la derecha por el Eje y de regreso al Centro por Del Carmen, la imagen era idéntica: puestos, puestos y más puestos. “Son robados, pero son buenos”, fue uno de los pregones más singulares que escuché ahí: la oferta la hacía un joven vendiendo, en una improvisada mesita, celulares Samsung.
A lo largo de esas calles resultaba notable la poca clientela. Los puestos estaban retacados de mercancías, lo que dificultaba el tránsito y obligaba a los vendedores a apeñuscarse -cero sana distancia-, pero los clientes eran más bien escasos.
Ese contraste hace evidente una singular explotación. El sábado las clases en Ciudad de México llevaban una semana suspendidas, y la jefa de Gobierno ya había ordenado que se bajaran las cortinas de bares y centros nocturnos, de lugares de alta concurrencia también. En medio de esa realidad, qué será lo que están pensando (es un decir) los líderes de los ambulantes. Por qué obligar a que sus agremiados carguen todo su tambache de mercancías cuando es obvio que la ciudad sí ha registrado una baja en el tránsito y la actividad en general, por qué obligarlos a vender cuando ni gente hay.
Tan solo en esas calles estamos hablando de unos 3 mil 500 puestos. Si cada uno de ellos son levantados y atendidos por tres personas, tenemos una concentración, solo de vendedores, de más de diez mil capitalinos. Diez mil capitalinos que no son protegidos por sus líderes, que si una justificación tienen de existir se supone que es esa: velar por los intereses de los ambulantes.
Hoy martes, que buena parte del comercio informal de esas calles descansa, los del clan Barrios o los de María Rosete deberían reflexionar: si en algo aquilatan a sus huestes, manden a sus vendedores a sus casas. Por salud, y porque es lo que manda la autoridad, esa a la que les encanta desafiar.
COVID-19 está azotando México. Los líderes de los ambulantes deberían entender que es por su bien que “su” gente no salga. Vender puede esperar.