¿Y cómo se aprende a escuchar?
Soy parte de una enorme generación educada para decir lo que piensa en el instante en el que lo piensa. Crecí educada por lemas poderosísimos tanto en lo público como en lo privado que movieron al mundo hacia un lugar muy peligroso, la no reflexión. Decir lo que uno piensa y defender eso desde la emoción es una trampa con la que nos vamos tropezando en la vida y algunos, sólo algunos han aprendido a justamente no decir lo que piensan sin que eso les implique silenciarse. Después de siglos de opresión (si es que esta haya terminado) bajo formas como el racismo, el clasismo, la misoginia y los distintos abusos de poder, como si se tratara de un efecto pendular, el mundo gritó con todas sus fuerzas y de una vez por todas montando un coro de locos ansiosos que parecía más que cantar, suplicar la atención de quien fuera y como fuera. Cada una de las voces sobrepasó a la otra donde en lugar de abrir conversaciones, jugamos a robarnos el aliento y un día después de tanto gritar, se fue la voz, la de verdad y nos quedamos sin habla, pero con una impotencia histérica de no haber sido escuchados por nadie. Quien más polarice, quien más dramatice, quien más grite, quien más llame la atención, “más gana”, o eso parece. El diálogo perdió un lugar preponderante en las sobremesas, en las salas de espera y otros lugares. Por eso ahora, cada vez que escucho que alguien elogia a otro sobre la importancia que tiene su opinión me pregunto si eso es verdad o si esta opinión será solo utilizada para su propio grito (ego), para sumar decibeles a la necesidad de quien pretende estar escuchando. Por eso ahora, pienso, que el valor no está en decir lo que uno piensa sino en escuchar lo que los demás dicen, sienten, hacen. Si hablar de lo que es necesario es muy difícil, escuchar, he descubierto, es la tarea más ardua a la que me he enfrentado.
No cargar una conversación pública o privada, nacional o personal de historia propia o colectiva, de revoluciones internas y las más viles emociones o en el mejor caso de ilusiones y fantasías sobre lo que el otro quiere o dice que quiere es quizá el reto más grande. Poder emitir un mensaje con claridad y con las emociones contenidas es un esfuerzo que debería ser cotidiano, poder escuchar un mensaje con la misma claridad y las mismas emociones contenidas es el resquebrajamiento de una generación hambrienta de atención y de respuestas instantáneas. La opinión de todos, las necesidades de todos, las penas y alegrías de todos son importantes y han de ser comunicadas, pero para mí hoy la necesidad más grande es la de encontrar una escucha atenta y contenida, lúcida y leal. Poder serlo, en primer lugar, es la más grande tarea de vida.
Para una generación que se siente a diario obligada a decir cómo se siente, dónde o con quién está, qué comió, qué vieron sus ojos o qué hicieron sus manos y qué opina de tal o cual asunto y a la que le han dicho que cada uno de estos conceptos es importantísimo comunicarlo en el momento preciso del hecho, la compulsión parece no estar en ese lado de la comunicación sino en la necesidad ansiosa de la escucha. No sé por dónde empezar, pero sé quiénes han sido buenas escuchas, por imitación será…